Pesa más la rabia que el
cemento
Capítulo
14: Erinyes
Un insondable alarido
hizo crepitar mi cuerpo.
–¡Es
Massimilianus de Velathri!
3500 A. de C. Velathri - Tyrrhenia
(Etruria)
Eustace, Phoena y yo conocimos la luz
después de tantos años encerrados en el pozo. Me caí de hinojos, difícilmente podía
moverme, cerré los ojos para evitar que la claridad irradiada por el sol
hiriera mis retinas.
–Vamos –Alpan murmuró–. Tenemos que
irnos antes de que nos descubran escapando.
Me arrastré en mis rodillas, tratando de
ponerme de pie. Alpan me acunó en sus brazos e hizo un copioso esfuerzo para trasladarme
hacia el palacio de Turán, que era donde ella vivía, muy lejos de mi padre y el
resto de los manipuladores dioses.
Mientras Alpan surcaba los cielos de
Etruria conmigo en sus brazos, fuimos acometidos por los dioses guardianes de
la ciudad. Caí desde las alturas hasta la cima de un castillo, todos mis
frágiles huesos se quebraron. No fui capaz de moverme o levantarme, solamente
pude gimotear de dolor. Los dioses capturaron a mi desamparada Alpan y fueron a
por mí. Aita era uno de ellos. No el verdadero y original Aita, principal
gobernante del inframundo, este era su hijo mayor, que llevaba su mismo nombre.
El mismo que ahora se paseaba por New York luciendo un peinado estrambótico y
cabellos vigorosamente rojos. El mismo que un día, hacía mucho tiempo, había
sido mi mejor amigo. El mismo, efectivamente, que había matado a la esposa de
Eustace. Y el mismo que quería hacerle daño a la pequeña Joey.
Incluso antes de que mi padre me
encerrara en las profundidades del pozo, yo era un pequeño niño de tal vez
cinco años –muchos dioses, inmortales, no llevamos la cuenta de los años que
cumplimos–. Aita había nacido simultáneamente conmigo, incluso, el mismo día.
Teníamos la misma edad y siempre andábamos juntos sobre las cúpulas
celestiales, hasta que un día decidí presentárselo a mi padre.
"Este es mi mejor amigo,
papá", le había dicho con entusiasmo.
"¿Mejor amigo?" Se había
burlado él. "¿Eres una niña o qué?"
Y él, mi padre, con su imponente poder,
había enviado a ejecutar a Aita.
Debido a que era un dios muy poderoso,
el niño de cabellos rojos había sobrevivido, sin embargo, había sido
fuertemente torturado durante numerosos días.
Desde ese entonces, él me había odiado.
Aita, con el resto de los guardianes, me
golpearon con sus bastones de oro por todo el cuerpo. Grité de dolor, me estaba
matando. Casi quería implorarles clemencia, pero la voz de mi padre se reproducía
en mi cabeza diciéndome que sería un estúpido, un inútil, un marica. Solamente
me quedaba soportar el dolor de sus ataques.
–¡Déjenle en paz! –vociferaba Alpan,
luchando para zafarse de las manos de los dioses que la apresaban.
Los tipos se rieron disolutamente de
ella y comenzaron a manosearla impúdicamente.
–¡Suéltenme, suéltenme, sucios!
El sol en la distancia parecía oscuro,
yo estaba empezando a sucumbir de dolor, o al menos eso creía. Cada vez que
trataba de ponerme de pie, recibía un golpe, o un ramalazo de poder, que me
dejaba aterido y sangrante.
–Al... Alpan... –intenté clamar, aunque
la voz apocadamente salía de mi garganta.
–¿Qué? ¿Qué es lo que dices, Max?
¿Quieres a Alpan? –Aita se mofaba–. Esa preciosa doncella será mía, si no te
importa compartirla, claro.
Escuché una carcajada en coro.
Si la tocan, se arrepentirán. Repetía en
mi mente, debido a que ninguna palabra salía de mi boca, ni siquiera mis ojos
podían divisar más que opacidad.
Batallé para abrir los ojos, pero estaba
cometiendo un error, mis ojos ya estaban abiertos, tan solo había perdido tanta
sangre que había perdido por completo la visión. Sin embargo, mi poder no me
dejaba flaquear, continuaba escuchando, sintiendo el ardor, cada punzada
doliente que transgredía mi cuerpo.
–Si lastiman a Alpan... –intenté decir,
aunque fui interrumpido por un grito que despedí por la agonía.
–¿Qué pasa, Alpan? ¿Es que sales con
este demonio? ¿Sales con el desalmado? –les escuché decir–. ¿Por qué le dejaste
salir de su encierro? –oí a Alpan jadeando con descaecimiento–. El Inframundo,
Etruria y los Cielos, sabrán que has dejado libre al leviatán del pozo. Y nos
encargaremos de hacerles imposible la vida.
–¡No me toquen, bastardos! –berreó
Alpan, defendiéndose de los hombres.
Tan solo esa última interjección fue
suficiente para darme las fuerzas para ponerme en pie y empujar a los
guardianes lejos de mí.
–¿Estás enojado, Massi? –decía Aita
arrogantemente, compartiendo hilaridades con sus camaradas.
Empleando la última partícula de mi
fortaleza, golpeé a Aita en el rostro. El chico joven se desplomó con fuerza, deslizándose
sobre el poderoso mármol mágico que recubría el tejado de los castillos en
Etruria. Empecé a recuperar mi visión cuando Aita se levantó y esbozó una
sonrisa endemoniada.
–¿Eres un marica? ¿Por qué no me hieres
con tus poderes? ¿Vas a golpearme con puños, como los mugrosos e inferiores
mortales?
No respondí.
Arrastrando mis pies, me aproximé hacia
Alpan, quien estaba siendo retenida por el resto de los protectores de Etruria
que acompañaban a Aita. Eran tres de ellos. Cogí al primero desde la tela de
seda que cubría pobremente su pecho desnudo, lo despedí tan lejos que resbaló
hacia los pisos subyacentes del castillo. El siguiente era un Lasa, llevaba un
gran mazo en sus manos, el cual le arrebaté para herirlo. El último era uno de
los hermanos menores de Aita, a este le pateé para finalmente arrojarle el arma
que había en mis manos en medio de su pecho.
Odiaba la violencia, pero bajo ninguna
circunstancia iba a permitir que lastimaran a quien más quería sobre la tierra,
sobre los cielos y el universo entero. Alpan era mía, mi dulce ángel. La alcé
en mis brazos, obligándola a venir conmigo. Intenté escapar del resto de los
guardianes, pero la debilidad en mi cuerpo era descomunal, caí de rodillas.
Gemí.
–No dejaré... que te lastimen –balbuceé.
Alpan, ahora libre, me alzó, me acomodó
sobre sus alas y emprendió vuelo a toda velocidad para ocultarse en el castillo
de Turán, donde no entraba nadie que no hubiera sido invitado. En ese instante,
me desmayé.
Al despertar, los ojos agatizados de Alpan
me miraban de modo interrogante. Sentí sus atentas manos sobre mi pecho, suministrándome
las más seráficas caricias al tiempo que sanaban mis lesiones con medicina
mágica.
Su voz me calmó tan pronto como susurró
palabras a mi oído.
–Tranquilo, Massimilianus, estoy aquí,
nunca voy a dejarte –sus dedos se enredaron en mi largo cabello rubio–. El
pueblo de Etruria te odia, ellos han escrito cuentos de hadas para sus niños en
los que tú eres el malvado monstruo. Pero para mí eres inofensivo y nunca
dejaré que nada te pase. Te protegeré con mi vida.
Cada una de sus palabras, la creí. Igual
que un devoto discípulo.
–No quiero que salgas perjudicada por mi
culpa –protesté con astenia, alargando una mano para tocar la majestuosidad de
su cuello femenino.
Su magia me hizo sanar gradualmente.
–No me importa, estás completamente
desprotegido –argumentó–, no sabes usar tus poderes, si no estoy contigo, te
matarán salvajemente. Si no estuviera contigo ahora, tus heridas tardarían
mucho tiempo en sanar por sí mismas y padecerías tanto dolor que quisieras
morir.
Arrastré mi mano hasta aferrar la parte
trasera de su cuello, atraje a Alpan hacia mí y puse torpemente mis labios
contra los suyos. Fue instinto.
Nunca había conocido el contacto físico
con una mujer, ni siquiera lo había visto. Mis padres no se hablaban entre sí,
mucho menos se besaban. Pero todo mi ser rugía que la tocara, mi boca se sentía
famélica por la suya, descubrí que cada parte de mi cuerpo podía sentirse
necesitada, irracional, exigente por su cuerpo, el cual podía sentir casi
desnudo contra mi piel desvestida.
Por un momento sentí que me convertía en
alguien más, mis instintos estaban controlándome. Precisé con inminencia estar
más cerca de ella, tan cerca, que doliera.
Con mi lengua, paladeé el interior de su
boca indomablemente. Ese afrodisíaco sabor remitió raudales de placer y
necesidad a las partes más templadas de mi cuerpo. No podía pensar, solamente
podía sentir. Y, era la primera vez que alguien me hacía sentir tan fuera de
mí, tan delirantemente bien.
Violentamente, empujé a Alpan bajo mi
cuerpo y presioné mis caderas contra las suyas. Me hubiera gustado bendecir ese
precioso instante, bendita sensación de mi cuerpo sobre el suyo.
–Max –gimió ella, empujándome–,
contrólate. Los dioses lanzarían una maldición sobre ti si me quitas la pureza.
No quiero que nada malo te pase, ¿me escuchas?
Para ser un chico de quince años, yo era
excepcionalmente alto y hasta fuerte. Llevaba mi cabello atado en una media
cola y mi cuerpo apenas cubierto bajo algunos harapos de satén cuando me
arrodillé frente al templo de Tinia, Uni y Menrva en la Plaza de la Triada.
Percibí de inmediato las miradas
asesinas de las personas, Leives y semidioses del pueblo, escuché sus bisbiseos
de anatemas hacia mí. Para lo único que había venido, era para hacer un trato
con los dioses, quería ofrecerle protección perpetua a Alpan, pues ella también
era bastante condenada por todos por haberme dejado libre. No quería que
llevara esa vida a mi lado, no quería que nada la lastimara.
De repente sentí un absurdo dolor
perforando mi espalda, lacerando mi piel. Contuve un grito. Al darme la vuelta,
descubrí a un pequeño niño alzando piedras en sus manos, su madre le decía
discretamente que las arrojara hacia mí. El niño levantó su mano para lanzarme
la roca, miré sus incautos ojos asustados de mí. Un segundo más tarde, todas
las personas que me rodeaban estaban vapuleándome a pedradas.
–¡Basta! ¡No les he hecho nada!
–vociferé y cubrí mi rostro bajo mis brazos.
–¡Pero lo harás, demonio desalmado!
Antes no lo sabía, pero la mejor parte
de mi vida como dios había sido mientras estaba encerrado en la turbiedad del
pozo, privado de libertad y sentidos.
Justo ahora, comenzaba lo peor.
Me puse de pie para correr.
–¡Atrápenlo! –prorrumpieron con euforia.
Mientras sentía las piedras destrozando
mi piel, la multitud me atrapó de brazos y piernas y me golpearon con varas e
instrumentos más poderosos. Ellos me escupían en el rostro, me pateaban. Con
golpizas y arañazos me arrancaron mis ropajes, me ataron a un árbol y pusieron
en el interior de mi boca carbón ardiendo.
Grité al tiempo que escupía el carbón.
–¡Trágalo, hereje! –les escuchaba
decir–. ¡Es la única forma de purgar tu alma!
–¡¿Cuál alma?! ¡No tiene alguna, hay que
hacerle sufrir antes de que nos convierta en sus reos!
Largué insufribles lamentos por el ardor
en el interior de mi boca y mi garganta, traté con fervor de gritarles que se
detuvieran, pero ellos no hacían sino burlas para humillarme. Para empeorar el tormento,
cortaron mi piel a tiras con sus armas o con tajantes rocas.
Nunca se me hubiera ocurrido siquiera
hacerle daño a alguien de tal manera, nunca dejó de impresionarme la cantidad
de crueldad que los hombres eran capaces de emplear. Pero incluso esto era muy
poco para toda la maldad que conocí luego.
Había jurado en ese instante que jamás
sería capaz de torturar a alguien que me pidiese piedad.
No sabía lo que me esperaba.
La muchedumbre no descansó hasta verme
abatido, incapaz de moverme, casi incapaz de respirar. Cada breve inhalación y
exhalación era un verdadero suplicio.
Luego de que todos me hubiesen dejado
solo, Alpan apareció para salvarme, para cuidarme.
–¿Qué has hecho, Massimilianus? –me
susurró–. No puedes salir en esta ciudad.
–Pero quiero ser libre, quiero verlo
todo, pasé ciego demasiados años.
–No serás libre, serás castigado por
nacer.
–Tienen razón, lo merezco, nací como una
bestia –jadeé gemebundo.
–Shh, yo te protegeré de esos
sanguinarios seres.
–Soy yo el sanguinario.
–¿Por qué? ¿Por odiar la violencia con
la que ellos viven? ¿Por despreciar el desdén con el que se atacan los unos a
los otros? Eres un ángel, solo eso.
Deseaba con todas mis ganas estrujarla
con fuerza entre mis brazos y sentir el sabor de su boca asaltando la mía, no
poder moverme para hacerlo era la peor tortura a la que había sido sometido.
Transcurrieron demasiados años en los
que fui forzado a soportar los maltratos de las personas sin mover un dedo para
defenderme. Desde mi nacimiento me habían recordado lo perverso que yo era por
haber nacido sin alma, por tener tanto poder. Cualquier cosa que me hicieran,
estaba convencido de que la merecía.
Sin embargo, aquel oscuro día, todo
cambió.
El pueblo entero irrumpió en el palacio
de Turán, descubriendo ese escondite en el que vivía con mi amada diosa. Por
suerte Alpan había conseguido escapar de los ultrajes, en cambio a mí me
mantuvieron días y noches cautivo, recibiendo sus agravios.
Me encontraba con los brazos sujetados
detrás de la espalda, colgando verticalmente de una soga atada a mis muñecas,
probablemente las articulaciones que unían mis brazos a mis hombros estaban a
punto de descoyuntarse. No había bebido una sola gota de agua, un collar de
hierro pesado con púas en la parte interna estaba alrededor de mi cuello, sus incisivas
puntas metálicas surcaban la piel desde mis hombros hasta mi mandíbula, tocando
incluso mis huesos, además, una terrible infección debido al metal oxidado
estaba matándome. Mis sentidos funcionaban penosamente. Durante todos esos días
me habían estado suministrando una droga estimulante que me producía más dolor
del que normalmente sentiría y aumentaba de manera enfermiza mi hambre y sed.
También era un poco alucinógena, pues se trataba de una mezcla de Belladona y
Xerrys antiguos. Era adictiva, ellos la usaban como manipulación para forzarme a
hacer cualquier cosa que desearan. Y en esos momentos, la necesitaba.
–Denme el brebaje, por favor –les imploré,
esforzándome para respirar.
–Vamos, arrodíllate y ruégame –me
respondió uno de los tipos entre hostiles risas de placer.
Difícilmente podía moverme, mucho menos
arrodillarme, tomando en cuenta que seguía pendiendo en el aire.
–Por favor –gemí con ansiosa adicción.
Había tanta droga en mí que la necesidad
de consumirla era cada vez era mayor, creí que me volvería completamente loco
si no obtenía la sustancia.
Entre tres hombres me suministraron la
droga, sostuvieron mi cabeza hacia atrás y pusieron en mi boca un pañuelo de
lino antes de verter el líquido de la pócima. Mi impaciencia por tragarlo era
tanta que me veía obligado a tragar parte del pañuelo, asfixiándome a mí mismo,
o en algunos casos, induciéndome a vomitar.
De un momento a otro había parado por
completo de respirar.
–¡No, no le dejen morir, tiene que
sufrir! –exclamaban ellos.
Varios en la multitud rieron.
–¡No morirá, ese cabrón es inmortal!
De un tirón, extrajeron el pañuelo de mi
boca, desgarrando parte de mi agrietada garganta, que ahora sangraba. Mi lengua
ni siquiera podía sentir el sabor del hierro, pero sabía, por la sensación
cálida en mi barbilla, que la sangre se desbordaba desde el interior de mi
boca.
El dolor en mi cuerpo aumentaba debido a
la pequeña dosis de droga que probé, cada parte de mí palpitaba hirientemente,
me sacudí en el aire, provocando más dolor en mis brazos.
–Ya no más, por favor, no más –les
supliqué, luchando por dar el último respiro que se llevaría mi vida.
Al final de la aglomeración de
inquisidores pude escuchar la voz de Aita murmurando algo:
–Tan solo esperen a que sepa lo que le
haré a su noviecita.
Cuando pensaba que el dolor se iría para
siempre de mi cuerpo, una sobrecarga de ardor usurpó cada parte de mi piel expuesta
y sangrante, esplendores azules ofuscaron mi visión, advertí que en mis piernas
y pecho se dibujaban formas coloridas que fluctuaban y lanzaban fulgores cegadores.
Esa, en realidad, fue la primera vez que
una de esas marcas apareció sobre mí. Incluso, quien dominaba mi cuerpo y mi
poder, no era yo, eran ellas. Eran los dioses y demonios que tenían el poder de
habitarme y utilizarme tal como quisieran.
Di un tirón a mis brazos, rompí la polea
que me mantenía colgando, caí de pie en el empedrado y observé acuciosamente el
rostro macilento de pavor de cada uno de los que me había hecho daño. Un lúgubre
carcajeo salió de mi boca.
–Tuvieron miedo de mí demasiado tarde
–dije de forma inconsciente.
De las puntas de mis dedos brotaron más
luces, era todo el poder desprendiéndose de mi cuerpo. Con un chasqueo de mis
dedos, cada uno de ellos recibió una plaga, que los enfermaría gravemente con
terribles ampollas hasta que perdieran sus extremidades poco a poco y
finalmente murieran en tres días. Serían los últimos en toda Tyrrhenia en
morir.
Ellos gritaron cuando el rayo de poder agujereó
sus cuerpos y me abrieron paso respetuosamente mientras yo atravesaba aquella
cámara de tortura. Muchos se arrodillaron ante mí. Los que no lo hicieron, la
pagaron caro.
La mayor parte del pueblo estaba en las
afueras del palacio, esperando por noticias de mi tortura, esperando que no
hubiera muerto para que así pudieran seguir lastimándome.
La multitud entera dio un unánime paso
hacia atrás al verme de pie, caminando hacia ellos, sus rostros estaban
curvados de espanto. Algunos fueron inteligentes y corrieron, pero eso no iba a
funcionarles.
Mis puños comprimidos temblaban de ira,
la ira más grande que alguna vez conocí.
Las estatuas ciclópeas de los dioses que
circunscribían el castillo de pronto se desmoronaron sobre cada individuo,
dejándoles aplastados bajo maciza roca.
Estaba amaneciendo, el sol apenas
despuntaba desde el horizonte. Pero, repentinamente, mi poder ocultó el sol
para los etruscos. Usil era el único dios capaz de apagar el sol, no obstante,
era probable que él también tuviera dominio en mí en ese momento.
De pronto era de noche y nuestro astro
luna lanzaba su luz plateada sobre nosotros. De igual manera, la luna no tardó
en apagarse, pues Losna estaba conmigo también.
Todos alrededor de mí daban alaridos aterrorizados,
rogándome misericordia. Lo peor era que el chico dentro de mí, quien ahora es
Jerry, estaba escuchando cada uno de los pungentes lamentos. Cuando yo les pedí
piedad, ninguno fue capaz de oírme, ni una sola persona. ¿Cómo lo habían
logrado? Ahora en cambio, yo sufría cada minuto en el que les hacía daño. Pero
no era capaz de manipular mi cuerpo, ni siquiera mi poder.
En seguida envié una lluvia de fuego
sobre la ciudad, proyecté mi poder hacia todos para destruirlos con
tempestades. Lo que siguió fueron tres días de despótica oscuridad en los que
la gente caía y caía muerta. Lo único que fui capaz de sentir fue rabia horadándome,
devastándome.
–¡Por favor no mates a mi hijo! –sollozó
una mujer a mis pies, sosteniendo a su niño contra su pecho–. Por favor,
nosotros no te lastimamos.
Su cuerpo estaba irrigado en sangre,
chamuscado en algunas partes, su cara empapada en llanto. Ella intentaba ocultar
al niño de mí, pero ladeé mi cabeza y descubrí el rostro del chiquillo que
había lanzado la primera piedra en mi contra.
Apreté fuertemente los dientes, alargué
mi brazo hasta ellos y les maté rápida y fríamente con una andanada de poder.
Sentí humedad en mi rostro y era porque había lágrimas en mis ojos.
El último día de la masacre vagué solitario
entre calles desoladas, avizorando los cuerpos tendidos por todas partes,
mujeres, hombres, niños, cada ser que se había cruzado por mi camino había
pagado. Todavía las tinieblas cubrían todo, un mar de cuerpos y huesos de esqueletos
humanos, el fuego inclusive caía alrededor de mí sin tocarme.
Los dioses que habitaban Etruria se
habían marchado a los cielos para esconderse, dejando indefensos a los
habitantes. El único que parecía seguir de pie, era yo. Al mirar hacia el
cielo, encontré la figura de un ángel descendiendo. Una tórrida sensación se desbordó
en mi pecho al discernir aquel cuerpo desnudo con formidables alas y cabellera celeste.
Alpan aterrizó despacio y caminó
cautelosamente hacia mí. Cuando sus manos se estacionaron en mis mejillas, toda
la furia que me incineraba casi se disipó.
–Massimilianus, sé que estás ahí,
escúchame. No eres tú, te conozco –sus manos limpiaron mis mejillas–. Tú puedes
controlar a esos demonios, mírate, si no fuera así, no estarías llorando ahora.
Sé fuerte, por mí.
Mi pecho subía y bajaba cada vez más trabajosamente,
mi cuerpo entero tiritaba.
Alcé una mano, vapuleé a la diosa y la
envié lejos. Ella cayó herida en el suelo, me observó con zozobra, angustia,
agitó sus alas y volvió a los cielos.
¿Cómo había sido capaz de lastimarla?
¿Cómo había podido?
Entonces caí de rodillas y grité tan
fuerte que los dioses habrían escuchado desde su trono de oro en los cielos,
que el inframundo habría temblado.
En ese instante, retorné a ser yo.
Golpeé el suelo con mis puños una y otra
vez, lloré silenciosamente, me odié a mí mismo con todas las fuerzas de mi ser,
jadeé, sobresaltado. El dolor que me atestaba era peor que cualquier tortura,
peor que cualquier herida física. Tenía ganas de matarme, eso era lo único que
quería hacer con furor.
El peor tormento con el que alguien
puede vivir, es saber que le hizo daño a alguien que ama. El recuerdo de las heridas,
del dolor, del hambre y la desesperación, no es siquiera un poco tortuoso en
comparación con la culpa que recae en mi alma al saber que lastimé a tantos
inocentes.
Me tumbé en la arena, inmóvil, esperando
que tal vez alguien tuviera la compasión de venir a matarme, que algún dios
viniera a castigarme. Porque lo merecía. Merecía cada daño que había recibido y
mucho más, después de todo, ellos tenían razón, yo era un monstruo.
Otros tres días oscuros transcurrieron y
yo continuaba allí, rogaba a cada segundo para que las parcas me llevaran. No
merecía vivir.
–No temas, he vuelto –oí la dulce voz de
Alpan murmurando con ternura.
Tan solo esperaba que aquella melodía
fuera producto de las alucinaciones agonizantes que se presencian mientras
expiras.
No. En realidad era ella. Alpan, hecha
de finas partículas brillantes de oro, plata y diamantes, al igual que todos
los dioses. La diosa me llevó en sus alas hacia lo que quedaba del palacio de
Turán.
Era la única en la que podía confiar, la
única que me había amado como el demonio que era, la única que no me había
abandonado jamás. Nunca en mi vida había amado a alguien tal como lo hacía con
ella. Con las pocas fuerzas que me quedaban, la rodeé en mis brazos, sofocando las
lágrimas por el sufrimiento, desconsuelo y congoja que tocaban hasta la parte
más recóndita de mi esencia.
En ese momento solo sabía que moriría si
no la tenía a mi lado.
–No te angusties, amor, voy a curarte
–me dijo al tiempo que me recostaba en su cama–. Estaré contigo, lo prometo.
Aquella había sido la primera vez que me
había dejado tocarla. Me había hecho el amor mientras yo estaba moribundo y
lastimado. Pero cada parte de mí lo había amado. Conocí las estrellas y murmuré
su nombre con la brizna de aliento que me quedaba en el cuerpo.
Al culminar, intenté besar su boca. Ella
retiró su rostro y extendió sus alas para volar lejos de mí. La escuché
susurrar un nombre tres veces.
Estaba invocando a un dios.
–¿Qué...? –balbuceé.
Tras un espectáculo de luz blanca
apareció Thufltha, la Erinyes (o Erinias) que se encargaba de aplicar castigos
a los condenados en nombre de Tinia.
–¡Castígalo, me ha robado mi pureza por
la fuerza! –gritó Alpan a la mujer.
Gruñí al incorporarme, fruncí el ceño al
mirar a las dos mujeres. Thufltha, horrorizada, Alpan, sin una pizca de
arrepentimiento o culpa, nada más que austeridad y frialdad hacia mí, tal como
si yo fuese un extraño.
–No es cierto –fue lo único que dije.
–Es cierto, míralo, acaba de destruir
Etruria él solo. Es capaz de cualquier cosa –refutaba Alpan.
–Tu castigo, joven, será el destierro
–me explicó la Erinye–. Jamás podrás volver a pisar suelos Etruscos, jamás
podrás regresar a los cielos. Serás condenado a caminar entre la raza humana,
con un cuerpo semi-humano, tu sangre dejará de ser de oro para ser roja,
mundana. La lujuria fue tu pecado, la promiscuidad será tu eterno castigo.
Conocerás la soledad incluso estando entre millones de personas. Te maldigo, en
el nombre de Tinia, por robar la pureza de una diosa doncella. Te maldigo a
toda una eternidad en el infierno terrenal, donde vivirás entre soldados, donde
nadie es realmente libre, donde todos usan máscaras idénticas de rencor y
egoísmo, donde siempre serás un prisionero. Cuando alguien sea capaz de curar
el dolor dentro de ti, serás verdaderamente libre.
De inmediato, más Lasas se aparecieron
en la habitación para sacarme de Etruria.
–Pensé que me amabas, Alpan, ¿por qué
mientes? ¿Por qué me haces esto?
Ella sonrió.
–¿Alguna vez te dije que te amaba? –mi
rostro se tornó más pálido. No. Nunca me había dicho que me amaba–. No te amo,
Massimilianus, siempre amé a Aita.
El dios destelló, presentándose junto a
ella con una cruel sonrisa dirigida hacia mí.
En ese momento, cuando sentí que mi
corazón se desangraba, juré que jamás me adueñaría de ninguna mujer, juré no
convertir mi amor en dolor, en posesión. Juré ser un hombre libre, incluso en
tierras donde todos son esclavos, juré que jamás estaría ciego de nuevo.
–Sabes
perfectamente lo que soy capaz de hacer si lastimas a esa bebé, Aita. Parece que
siempre sacas lo peor de mí –proclamé.
El
dios largó una risotada.
–¿Ahora
es mi culpa que seas un demonio horrible?
El
tipo dio un beso en la pequeña cabeza de Josephine, quien lloriqueaba y se
zarandeaba angustiosamente.
–Déjala
en paz, Aita –mi voz sonaba afligida entonces–. Lo siento, ¿sí? Siento lo que
te hizo mi padre cuando éramos niños.
El
chico puso sus ojos en blanco.
–Sí,
idiota, todavía estoy resentido por eso –masculló cáusticamente–. Tienes razón,
te odiaba por eso, ahora te odio por otros motivos.
Mis
músculos estaban completamente tensos, los tatuajes amenazaban con consumirme.
–¿Qué
fue lo que te hice, imbécil? Fuiste tú quien me torturó hasta casi la muerte y
me arrebató a Alpan –le reproché de manera amenazante.
El
dios se rió de eso como si estuviera recordando algo muy divertido.
–De
acuerdo, hice que te torturaran porque estaba resentido por lo de tu padre.
Pero Alpan nunca fue tuya, mi querido Massimilianus –avanzó hacia adelante para
aproximarse–. Alpan era mi mujer, desde siempre. Era yo quien la enviaba para
ganarse tu confianza, tenía la esperanza de que con ella dejarías salir todo
ese poder que llevas dentro, tenía la esperanza de robarte tu magia –observé
con cautela a Josephine moviéndose en sus brazos–. Pero claro, siempre fuiste un
marica, incapaz de herir, incapaz de defenderte, incapaz de dejar salir un
ápice de tu poder –el hombre volvió a reírse–. ¿En serio creíste que le quitaste
la virginidad a mi novia? ¡Cómo eres de inocente! Ella fue mía tantas veces que
jamás podría contarlas. Alpan se acostó contigo porque estaba esperando un hijo
mío y no podíamos permitir que los dioses supieran que hacíamos el amor. De
modo que, para cubrirlo, tuvo sexo contigo y fingió con los dioses que la
violaste. A ti te desterrarían y yo me quedaría a su lado, como el buen hombre
que cuidó del bebé de un extraño. Alpan no dejaría que yo fuera desterrado,
porque mientras tú te morías de amor por ella, ella lo hacía por mí.
Las
marcas en mi piel chispearon más llamas azules, sentí que todo estaba ardiéndome
por la furia.
–Maldito
infeliz. ¡Cállate!
–¿No
te gusta escuchar la verdad? JA –me contempló
con una desertora mirada–. Espera a que escuches el resto. ¿Me llamas a mí
maldito infeliz? Pues yo, querido mejor amigo, al menos no he matado a ninguno
de tus hijos. Todavía.
Todo
se vio absolutamente de color rojo para mí.
–¿Acaso...
–¡Sí!
–me interrumpió con brusquedad–. ¡Tú has matado a mi hijo! –su modo de hablar
se tornó más violento y apresurado–. ¿Recuerdas cuando destruiste Etruria?
¿Recuerdas cuando Alpan fue a buscarte y tú la golpeaste con todo el poder que
te quedaba? En ese instante ella perdió a mi bebé, al hijo que esperábamos
juntos. No lo sabíamos, lo supimos incluso después de que fuiste desterrado.
Desde ese entonces traté de buscarte para hacerte daño, pero al parecer el
mundo humano te hizo un cabrón impertérrito, nada que te hiciera podía dañarte.
¡Hasta ahora, que he descubierto que tienes tres lindos hijos! ¿Quieres que
comience con la nena? Tranquilo, que el resto no se salvará de esto tampoco.
Él
alzó a la pequeña para ponerla delante de mí, la nena estiró sus brazos en mi
dirección y me llamó con sus deditos, cerrando y abriendo sus diminutos puños.
Tal
vez no fuese mi hija, pero amaba a esa criatura.
–Te
prometo que estarás bien, Josephine. No voy a defraudarte.
Cuando
alargué mis brazos para sostenerla, Aita blandió su espada y la situó contra el
cuello de la bebé.
–Será
tan fácil arrancarle su pequeña cabecita –dejó escapar una carcajada malévola.
Supe
que mis ojos acababan de tornarse blancos en su totalidad, la posesión había
sido completa, tal como cuando destruí la ciudad de Etruria por completo, tal
como cuando abrí un portal hacia el infierno por Angie y Joe, tal como ahora,
cuando decapitaría al dios pelirrojo si se atrevía a hacerle daño a la pequeña
Joey.
Con
un movimiento de mis dedos, hice volar la espada de Aita lejos de sus manos,
estiré mis brazos y la pequeña Joey se elevó por los aires hasta los mismos. La
sostuve durante dos segundos y se la ofrecí a las personas que estaban
rodeándome. Fue Charity quien vino hasta mí corriendo y arrulló en sus brazos a
la criatura.
Aita
parecía estupefacto, tal como si hubiese recibido una fortuita bofetada.
Convocó su espada, la cual lanzaba destellos de luz escarlata al azar, cegándome.
Esta se devolvió a sus manos.
–Massimilianus,
déjame decirte una cosa. Tú no eres el único que puede ponerse realmente,
realmente enfadado.
Inesperadamente,
el cuerpo de Aita se revistió de marcas coloridas, tatuajes, tal como los míos,
pero con distintas formas, y estos destellaban con relámpagos carmesíes.
3 comentarios:
woooooooow!! simplemente wow, no tengo más palabras para expresar como me dejó éste capítulo; fue simplemente perfecto steph, así de fácil.
No puedo creer que alpan no amaba a Jerry, que todo fue una mentira solo, es que...dios!! estoy en shock, fueron tantas dudas reveladas que, agh no se ni que poner, de lo impresionada que he quedado.
Me encantó el capítulo, de verdad que si steph *-*
Ahora entiendo el porque el comportamiento de Jerry, lo habian hecho sufrir prácticamente desde su nacimiento.. al igual que lo habian traicionado.. sin embargo el seguia siendo una persona tan buena y bondadosa..LO AMOO!
Att: AnyJB
yooo..yo siento que muero
esque no puede ser que alla pasado todo esto,no puede ser que el sea Massimilianus!..ahh ahora que lei este cap todo queda resuelto ya se ataron todos los cabos y ahora entiendo un monton de cosas que antes no... decime como puede ser que la gente sea asi? como puede ser que lo allan lastimado tanto no solo fisicamente sino tambien sentimentalmente..al fin y al cavo alpan era un puta,como pudo usarlo asi? cuando el la amaba mas que a su propia vida! coomo pudo jugar con sus sentimientos,y mentirle a la diosa p,decir que la violo?? dios como pudo hacer esoo...osea al pricipio del cap ella parecia echa para el,parecia que lo amaba mas q a nada y al final estaba con aita? ahh dios como me molesta cuando las mujeres lastiman a hombres que las aman,porque el hombre de por si es de un hertereotipo,es fuerte mucho mas que la mujer de sentimientos duros,y cuando un hombre ama muchisimo a una mujer,todos esos rasgos se tiernisan y el hombre se vuelve vunerable y eso,eso a mi me puede! nose, me parece la cosa mas tierna y ella despiadada no tuvo ni un poco de piedad en lastimarlo asi... te juro que pense que lo amaba de verdad... y en cuanto a aita bueno que decir de el.. es el hombre mas repugnable,lo odio ¬¬ rencoroso hasta la medula.. y despiadado igual que el padre de jerry,(o aun que ahora lo podemos llamar max o massi)pero lo que no entiendo es como de paso de ser un niño atrapado en un pozo a ser un mounstro asecino-maniaco? ese no es jerry,nuestro jerry, :/ ahh steph este cap fue sin dudas uno de esos para el recuerdo no soo por lo excelente sino porque tenia muchas ganas de conocer la vida de dios de jerry queria saber mas de su pasado,que ahora se que fue un pasado duro,como el de damien, que sufrio demaciado,ahh quiero consolarlos a los dos por todo lo que sufrieron!!
biienn como ya no me aguanto mas me voy a leer el cap 15 :)
bienn besos ..
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