Capítulo
12: La Cuarta Prueba
Puse una mano
sobre mis labios.
Oh, no.
–No se suponía
que tú leyeras la carta. No iba dirigida a ti –me excusé, intentando poner las
piezas de mi vestido en su lugar.
Había
confundido las habitaciones. Después de todo, ambas eran iguales y estaban
junto a la mía. Sebastián se me acercó con pausados pasos enfurecidos,
acorralándome.
–Ah, ¿no?
Entonces, ¿a quién iba dirigida? –me interrogó de forma filosa como navaja–. ¿A
quién querías demostrarle que no eres una virginal princesa? –sujetó mi rostro
con una mano, obligándome a ver sus ojos–. ¿A quién querías arrastrar a tu
cama?
Irascible,
abofeteé su cara, con tanta fuerza que mi palma dolió. Y, para mi sorpresa, él
no se inmutó. No reaccionó de manera violenta, no se encendió como una chispa, no
explotó, no trató asustarme o hacerme daño. Simplemente estaba quieto, con el
semblante ensombrecido por la cólera.
–Vístete –me
ordenó, dándose la vuelta para caminar hacia Ramsés.
Mis dedos
lucharon contra todos esos cordones, broches y lazos. La frustración estaba atacándome,
de modo que decidí dejar atrás el corsé. Me puse el vestido sin más. Mis pechos
todavía ardían como si sus manos continuaran acariciándolos, mi espalda... Ah,
todavía sentía sus dientes apretando ligeramente mi carne.
Le habría
dejado que hiciera cualquier cosa con mi cuerpo si él mismo no hubiese puesto
fin al encuentro. Él no quería tocarme si yo era virgen, pero estaba dispuesto
a hacerlo cuando pensaba que yo había estado con tantos hombres como pecas tengo.
¿No era contradictorio? La mayoría de los hombres mataban por una dama con
virtud.
Lo seguí en
silencio. El silencio perduró durante el resto del camino. Él ni siquiera se
había despedido de mí cuando yo lo había hecho. Se limitó a darme un asentimiento
de cabeza antes de marcharse hacia los espesos bosques de Somersault.
Me ajusté la
capa al cuerpo, esperando que nadie notase que no traía corsé debajo de mi
vestido. Mis hermanas estaban comenzando a despedirse de sus respectivos
príncipes cuando me aproximé a lord Nicodemus. Él llevaba su sencillo antifaz
de siempre. Detrás de éste, sus ojos azules me seguían mientras daba zancadas
en su dirección.
–¿Te
divertiste? –interpeló con seriedad.
–Lamento no
haber asistido al baile esta noche, lord Nicodemus –me disculpé, ofreciéndole
una vergonzosa reverencia.
Sonrió, pero
parecía forzado.
–La llevaré de
vuelta al castillo, Su Alteza.
Mientras
dormía, un débil llanto me hizo abrir los ojos. De cualquier manera, no podía
dormir, debido al recuerdo de Sebastián, debido a lo avergonzado que se sentía
mi cuerpo, debido al miedo que aún se arraigaba a mi pecho. Toda clase de
miedos radicaban en mí cuando pensaba en ese caballero.
Toqué el álgido
suelo de piedra con mis pies descalzos antes de bajar de mi cama. Los sollozos
persistían, resonaban desde alguna parte de la habitación, entre las sombras.
Mi corazón dio un respingo cuando hallé la cama de Dolabella vacía. ¿A dónde
había ido?
La encontré
sentada en un rincón, abrazando sus rodillas con fuerza, temblando, con la cara
húmeda. El sufrimiento anegaba su semblante. Estaba tragándose sus sollozos,
apretujaba su rostro contra una almohada, ahogando el ruido. ¡Por los cielos!
Caí de hinojos
a su lado, rodeándola con mis brazos.
–Bella –solté
en un jadeo, acariciándole el pelo con cuidado–. Hermana, mírame, ¿qué pasa? –estreché
mi abrazo–. Bella, dime algo –con torpeza, encendí una vela. Un círculo de luz
se proyectó sobre su enrojecido rostro hinchado. Ella sufría, el dolor estaba
dentro de su alma, rezumando de sus ojos–. ¿Qué tienes, hermanita?
Sacudió la
cabeza.
–Nada –logró
balbucear en un hilillo de voz rota.
–¡¿Cómo puedes
estar diciéndome que nada?! Mírate –levanté su barbilla con dos dedos.
–Baja la voz,
Lucy –me riñó. Su dorada mirada era cristalina.
–Tienes que
confiar en mí –apreté su mano–. Por favor, cuéntamelo.
Por una vez,
me sentí como la hermana mayor.
–No puedo
–musitó, hipando.
–Hermana, por
favor –aparté los cabellos de su frente y mejillas húmedas– Te juro que no comentaré con nadie el mal que
te aflige.
Tomó una
bocanada de aire profunda, intentando recuperar el aliento. Sus párpados se
cerraron.
–Estoy
embarazada –había susurrado tan bajo que no creí oír bien.
–¿Qué?
–Lo
escuchaste, Lucy –refutó, la pena destilando en su voz–. Estoy esperando un
hijo.
Luché contra
el impulso de largar una carcajada. Negué con la cabeza.
–No, eso no es
posible. Tú nunca...
Sus ojos
vidriosos me miraron, bien abiertos, esperando a que continuara de hablar.
Oh.
Me llevé una
mano a la boca, ensanchando mi propia mirada.
–¿Con quién
has...? –no fui capaz de terminar la frase.
–No me pidas
que te lo diga –lloró–. No puedo, no lo haré. No te diré quién es.
–¿Por qué?
–exclamé entre murmullos–. ¡Por la divina triada, debes casarte con él!
–¡No puedo!
¡No puedo casarme con él!
–¿Por qué no?
Mi padre te forzará de todas formas. Será mejor que lo hagas antes de que
alguien se entere de tu embarazo. ¿Qué pasa? ¿Es que no lo amas?
La vi tragar,
como si eso pudiera ayudar a que su voz saliera de su garganta. Mi pecho dolía
al verla así.
–Nadie lo
sabrá –masculló–. Escaparé del castillo, al igual que Micaela.
–No –tomé sus
manos con fuerza–. Bella, no puedo perder a otra hermana. No a ti... No puedes
irte. Quédate, por favor. Tú... ¿estás segura de que estás embarazada?
Asintió.
–Yo... –se
llevó una mano al vientre–. Lo sé, lo presiento. Si me quedo, tendré que
casarme con otro hombre, cualquiera, antes de que alguien se dé cuenta de mi
estado.
Suspiré.
–¿Cómo es que
ha pasado esto? –murmuré–. Siempre pensé que tú... quiero decir...
–Sé lo que
quieres decir –me interrumpió, las lágrimas no paraban de gotear sobre sus
mejillas–. Estas cosas... sólo suceden.
Limpié sus
lágrimas con mis dedos.
–Quédate
–volví a pedirle–. ¿Qué haría yo sin ti?
Cuando Sebastián
entró al salón de la corte llevaba sus antiguas prendas de vestir. Una chaqueta
de cuero rota, una camiseta blanca que se ajustaba a su pecho y un par de
pantalones negros. Casi había olvidado cuán letal se miraba usando su propia
ropa.
Su catadura
era arrogante, una mueca diabólica curvaba su boca. Esa boca... Yo tenía el
corazón en un puño, estaba sudando, sentía náuseas, me picaba la garganta. Él
ni siquiera me miró cuando pasó por delante de mí. Era mejor de esa manera.
¿Por qué sentía ganas de llorar? ¿Qué me estaba sucediendo?
Lord Nicodemus
también estaba ahí, sentado junto al trono de mi padre, atendiendo a la escena
recatadamente. Parecía el mismo príncipe heredero del monarca. Porque lo era,
¿verdad? Era mi esposo.
–Su Majestad
–Sebastián se inclinó ante el rey.
Desde la
altura de su trono, mi padre lo escudriñó con la mirada.
–¿Tiene algo
para decirme, Sr. Von Däniken? ¿Sabe a dónde van mis hijas cada madrugada?
El joven
asintió con formalidad.
–Las doce
princesas van a bailar a un castillo escondido bajo tierra.
El monarca se
frotó la barbilla con una mano mientras yo palidecía. Algunas de mis hermanas
no pudieron evitar saltar de pánico o dejar escapar sonidos ahogados.
–¿Tienes
pruebas de ello?
Sebastián le
enseñó una hoja de plata, otra de oro y una última de bronce. Todas habían sido
arrancadas el primer día del desafío en los bosquecillos subterráneos.
–Son de los
bosques de la ciudad de Somersault –explicó el muchacho–. Hay un portal en la
cama de su hija mayor –mis hermanas agacharon la cabeza, avergonzadas–. Hay
algo más –extrajo del interior de su chaqueta un guante de seda blanco–. Este
guante pertenece a la princesa Luciana.
Oh, no.
¿Mi guante?
¿Cómo no me había dado cuenta? Sebastián lo había robado. ¿Cuándo había pasado?
Recordé aquel
día en el que habíamos estado compartiendo secretos cerca del lago. Él me lo
había comentado: "He robado algo tuyo". Yo no había prestado
atención, jamás iba a imaginar que se trataba de algo tan personal.
No obstante,
nadie creería esa historia. Mi padre lo malinterpretaría, pensaría que yo había
entregado la prenda voluntariamente como muestra de confianza. Ni siquiera se
volvió para verme, su mirada reposaba sobre el guante que el ladrón traía entre
sus manos.
–¿Es cierto lo
que este joven declara? –interpeló.
Ninguna de mis
hermanas dijo nada.
–Lo es
–argumenté por lo bajo. Obtuve la atención de mi padre–. Todo es verdad.
Nadie me
contradijo.
–Y, es ése tu
guante, ¿o no?
Asentí
silenciosamente.
–Eso es
suficiente –regresó su atención al muchacho–. ¿Reclamarás tu baúl de oro?
–Si permite mi
atrevimiento –dijo Sebastián, aunque su voz no era cortés, se parecía más a un
gruñido–. No quiero recibir el baúl de oro. A cambio de mis servicios, quiero
como recompensa una cosa más sencilla.
–¿Y ésa es?
–el rey levantó una ceja.
–Impunidad
para las princesas –reclamó–. No quiero que ninguna sea castigada.
Mi corazón dio
un vuelco. ¿Estaba tratando de protegernos? ¿Por qué?
–Obtendrá lo
que desea –mi padre asintió–. Pero hay algo más –mi cuerpo se puso en completa
tensión–. Lo diré sin rodeos, joven Von Däniken. En mi reino, usted es
considerado un bruto bandido, he recibido denuncias de sus crímenes. Por lo
tanto, ahora que ha culminado el desafío, lo pondré preso en las mazmorras de
Populonia. Debe alegrarse de que no recibirá la pena de muerte, aunque no creo
que sobreviva demasiado tiempo a los calabozos –el rey soltó una risotada
mordaz–. Supongo que en estos momentos estará deseando haber pedido la
impunidad para sí mismo, ¿o no? –el músculo en la mandíbula de Sebastián pareció
reventar. Lord Nicodemus se puso de pie impulsivamente–. ¿Tiene algo que
agregar, Su Excelencia? –le preguntó el monarca con acidez.
El muchacho
perdió el color de su rostro antes de tomar asiento de nuevo.
–No, Su
Majestad.
–¿Alguien
tiene alguna objeción? –en ese instante quise moverme, gritar. Pero parecía
haberme convertido en hielo. Un intenso frío acongojó mis huesos–. En ese caso
–hizo gesto a los guardias–, llévenselo.
Cuatro hombres
se movieron para acorralarlo entre sus puntiagudas lanzas. Cuando uno de ellos
comenzó a esposar sus manos, Sebastián golpeó su estómago con una rodilla,
haciéndolo doblarse. Utilizó las cadenas de los grilletes para empezar a
estrangularlo.
De inmediato,
un segundo guardia intentó vapulearlo con la vara de una lanza. Él se giró para
atraparla con su mano desnuda justo antes de quebrarla contra su nuca. De la
misma manera, esquivó varios ataques y derribó a tres soldados. Ellos habían
logrado cerrar uno de los grilletes en torno a su muñeca derecha, el otro
colgaba de su brazo con una cadenilla. Esto le proporcionó un arma para golpear
a sus contrincantes.
Echó a correr
hacia las puertas del salón, pero cometió un error. Del otro lado, le esperaban
decenas de centinelas armados con gruesas espadas y afiladas lanzas. Retrocedió
despacio, dando zancadas hacia atrás. Levantó las manos en señal de rendición.
Apreté mis
puños con tanta fuerza que mis uñas estaban comenzando a herir mis palmas, mi
espalda dolía por la rigidez a la que estaba sometida. Tan pronto como se me
ocurrió dar un paso al frente, dos guardias me retuvieron.
–¡Padre!
–grité con desespero–. ¡Dejen libre a Sebastián! ¡Déjenlo en paz, ha ganado el
desafío!
–¡Salgan todas
de aquí! –nos ordenó él. Cuando ninguna se movió, agregó–: ¡Ahora!
Mis hermanas
se dispersaron al tiempo que yo braceaba, luchando para zafarme de los
guardias.
–¡Suéltenme!
¡Esto no es justo!
Dando un
salto, Sebastián eludió un embate antes de precipitarse hacia los grandes
ventanales de la estancia. Pateó los cristales con sus botas de cuero e intentó
cruzarlos. Un segundo más tarde, fue derribado por una flecha que alcanzó su
pantorrilla. Al verlo caer, quise desesperadamente ayudarlo a levantarse. Mis
nervios se dispararon.
–¡Ya basta,
déjenme en paz! –clamé con la voz rasgada. Ellos comenzaron a darle una paliza.
Lo pateaban, lo escupían, lo azotaban con armas–. ¡No, no! –protesté
histéricamente–. ¡PADRE, BASTA!
Agobiado, el
monarca pasó una mano por su rubio cabello largo.
–Háganla
callar –largó un gruñido–. ¡Golpéenla!
–No –Nicodemus
se levantó de su asiento–. Permita que me encargue –después de llegar hasta mí,
me envolvió con sus brazos, reteniéndome a la fuerza. Chillé–. ¡Cállate,
Luciana, por tu bien!
–¡Traidor!
¡Tirano! –vociferé. Mientras tanto, Sebastián era trasladado, casi
inconsciente, hacia las afueras del castillo. Me dolió todo el cuerpo como si
yo misma hubiese sido golpeada–. ¡¿No se suponía que era tu amigo?!
Lancé mi peso
hacia adelante, con el fin de que el príncipe se desequilibrara y cayera, de forma
que yo pudiese correr tras Sebastián o, en su defecto, correr con su misma
suerte. Nico era un muchacho fuerte, ni siquiera tropezó mientras me arrastraba
hacia la gran biblioteca del castillo. Una vez que las puertas se cerraron, me
dejó en el suelo, de pie.
–¡Abre las
malditas puertas! –clamé. Lágrimas de ira inundaron mis ojos. Lo vi todo rojo y
vidrioso tras mis pestañas–. ¡Déjame salir de aquí!
El príncipe
levantó las manos, irritado.
–¡Luciana,
eres una malcriada! –me acusó–. ¿Crees que todo vas a arreglarlo dando un
berrinche? –me quedé callada, intentando tragar el nudo en mi garganta–. En
eso, eres igual a Sebastián. Son emocionales, siempre van dominados por su
impulso y temperamento. Lo único que conseguirás con esa actitud es que tu
padre te envíe a la guillotina. ¿Es eso lo que quieres? –agarró mis brazos y me
sacudió–. ¡Contéstame! ¿Quieres eso?
Lo empujé. No
se movió.
–¡No quiero
que apresen a Sebastián! –sollocé.
–Lo sé, ¿crees
que yo lo quiero? –estacionó su mano en mi mejilla para enjugar mis lágrimas
con su pulgar. Sus dedos eran fríos al tacto–. No llores, Luciana. Sacaré a
Sebastián de ahí, te lo prometo –puso su rostro muy cerca del mío–. Pero
tenemos que pensar con la cabeza fría, ¿entiendes? El rey confía en mí, tengo
que aprovecharme de ello.
–¿Le dirás que
lo libere? –balbuceé.
–Lo intentaré
–me aseguró–. Si decide no escucharme, organizaré su rescate. Soy el capitán de
una legión del ejército. Ellos son leales a mí, desafiarán a tu padre si se los
ordeno. Sin embargo, prefiero que esto sea una misión secreta. No puedes
contarle a nadie lo que te he dicho, ¿me oyes? Ni siquiera a tus hermanas, a
ninguna de ellas.
Asentí,
llorosa.
El joven se
inclinó hacia adelante y besó mi húmeda mejilla con suavidad. Sentí que mi
pulso se aceleraba.
–Todo va a
estar bien.
Me retorcí en
un sillón de terciopelo mientras esperaba a que lord Nicodemus terminara la
audiencia con mi padre. No podía parar de moverme, era como si mi asiento
estuviese en llamas. En silencio, rezaba a los dioses. Sebastián trabajaba para
ellos, no podían dejarlo solo.
Nico salió de
la sala de la corte, seguido del fuerte sonido de un portazo. No podía esconder
la ira que rezumaba de sus poros. Lo detuve antes de que corriera lejos de mí como alma que lleva el diablo.
–¿Qué ha
pasado? –inquirí.
–No le dará
libertad –me explicó–. Si insisto, le otorgará la pena de muerte y me condenará
también. Al parecer, estoy empezando a convertirme en un problema.
–¿Organizarás
el rescate?
Él asintió.
–Esta tarde,
me marcho.
Sus ojos
azules ardían como dos zafiros.
–Quiero ir
contigo, quiero participar en el rescate.
Una risotada
burlona se escapó de su boca.
–¿Estás
delirando? Las mujeres no son guerreras –se cruzó de brazos–. En especial, tú
no lo eres. Sin ánimos de ofender, Alteza.
Fruncí el
ceño, irascible.
–Por favor
–repetí con autoridad.
–Ni hablar
–sacudió la cabeza–. Esto no es un juego, Luciana. Compórtate como una mujer.
Por un momento
tuve el impulso de abofetearlo. Pero no habría servido de nada. Él era tan
maduro, tan centrado. ¿Cómo es que era amigo de Sebastián? Colérica, le di la
espalda. Caminé hacia el salón de reuniones, decidida a tener una conversación
con el rey. Si no estaba dispuesto a escucharme, tomaría decisiones drásticas.
Temblé frente
al espejo del baño. Nunca había visto una imagen de mí tan distinta.
Hazlo, me decía a mí misma.
Tenía que
hacerlo, por Sebastián. Tenía que poder. No obstante, mi cuerpo no paraba de
sudar, mi cara estaba pálida y mis rodillas se habían debilitado casi tanto
como cuando estaba cerca de... Sentía que mi cabeza daba vueltas demasiado
rápido.
Sujeté con
firmeza la empuñadura de la espada que había robado del almacén de armas y moví
la afilada hoja cerca de la línea de mi mandíbula. El corte fue preciso, veloz.
Los mechones rojizos de cabello cayeron a mis pies, rodeándome. Mi pecho se
sentía estrecho, mis latidos eran urgentes. Tirité, incapaz de moverme.
–Mi cabello
–gimoteé en un susurro, a punto de largarme a llorar.
Dejé caer la
espada, que emitió un sonido metálico al estrellarse contra la madera. Levanté
mis trémulas manos para tocar las puntas disparejas de mi nueva cabellera
corta. Mis dedos temblaban al sentir la sedosa textura. Nunca en mi vida había
recortado mi cabello. Esta experiencia se sintió como haber perdido una
mismísima parte de mi cuerpo.
–Ya crecerá
–me reconforté, abrazando mi propio cuerpo. La armadura de escudero se sentía
pesada, mis movimientos eran absolutamente torpes–. Puedes con esto, Luciana
–intenté convencerme, contemplando mi reflejo.
Me cubrí la
cabeza con el casco y eché a correr fuera del castillo, hacia el establo, donde
ensillé a un unicornio para montarlo. Jamás había montado esta clase de
corceles, nunca había corrido siquiera en ningún caballo. Pero yo había estado
observando a Sebastián, cada uno de sus movimientos, su comunicación con el
animal, su postura.
Sin embargo,
los unicornios eran mucho más salvajes, no se dejaban domar por cualquier
jinete. Rasqué las orejas del mío, esperando ganarme su cariño. Escuché su
suave bufido se aprobación. Cogí las riendas y toqué con mis talones su
costado. El corcel de pelaje dorado ni siquiera se movió. Me incliné para
susurrarle.
–Vamos,
pequeño, muévete –comenzó a caminar con lentitud–. Un poco más rápido, Celer
–usé un apodo cuyo significado es "veloz" para incentivarlo. Comenzó
a trotar–. Eso es, ¿te gusta ese nombre? –me pareció que asentía con la cabeza
al dar un relinchido corto.
Me aferré con
fuerza a las riendas tan pronto como empezó a galopar. Me costó acostumbrarme a
su ritmo, mi cuerpo tenso daba saltos bruscos mientras mis piernas trataban de
aferrarse al de la criatura mágica. El miedo ponía rígida mi columna.
Nicodemus se
encontraba en la entrada del bosque, montando un caballo corriente, acompañado
de dos guardias. Le escuché quejarse en voz alta.
–Tenemos que
partir pronto –rezongaba–. ¿Dónde está el maldito muchacho?
Tiré con
fuerza de las correas de Celer para frenarlo. No se detuvo. Prensé los dientes
para evitar gritar al tiempo que me aferraba con las rodillas al unicornio. Me
agaché para abrazar su cuello.
–Celer, para. ¡Detente!
–jadeé en su oído.
Casi me tira
al suelo al desacelerar con rudeza.
Lo había
comprendido. Celer respondía a las órdenes verbales, no reaccionaba a los
movimientos como lo hacían los corceles comunes. Nicodemus me observó jadear,
prácticamente recostada en el lomo de mi caballo.
–¿Quién eres
tú? –me estudió con la mirada–. Desmonta –hice lo que me pedía, enmudecida. Sus
ojos pasearon de arriba abajo sobre mi cuerpo. Me sonrojé, hasta que recordé
que estaba cubierta por una armadura de hierro grueso–. ¿Eres mi escudero?
–asentí inmediatamente con la cabeza–. Vaya –se frotó la barbilla con una
mano–. Lord Vittorio no me considera un problema, sino una amenaza. ¿Qué
pretende al enviarme a un chico desnutrido? –mis mejillas ardieron. Conque desnutrida–. Desenfunda –me avisó
antes de saltar hacia el suelo.
Desenvainé mi
pesada espada, tratando de parecer profesional. A penas conseguía sostenerla
sin tambalearme. De un momento a otro, sentí un fuerte dolor en mis costillas
que me dejó tendida en el césped sin aire en los pulmones. Nico acababa de
darme un mandoble con la empuñadura de su arma. Adolorida, me llevé una mano
hacia mi costado lastimado, reprimiendo los sollozos que me delatarían.
–¿Qué pasa?
¿Acaso no puedes siquiera bloquear o eludir un ataque? ¿Eres un escudero o una
mujer?
La segunda, capitán, me tenté a decir.
Las lágrimas
brotaron de mis ojos, escurriéndose sobre mi cara.
–Dime
–continuó–. ¿No sabes hablar? ¿El rey te cortó la lengua? ¿Y por qué estás
usando ese grotesco casco? No estamos en el campo de batalla... aún.
Ah, era tan
arrogante con otros hombres. No se parecía a ese que había cortado su muñeca
para manchar las sábanas de sangre con el fin de protegerme. O a ese que
sonreía afectuosamente al mirarme, o a aquel que había asegurado que solamente
un hombre loco no estaría enamorado de mí.
Él se había
proclamado ese hombre loco. Y ahora, así lo veía.
–Levántate –demandó–.
Nos vamos –luego de encaramarse sobre el lomo de su caballo, prosiguió
quejándose–. No lo entiendo. ¿Para qué el monarca te ha dado un corcel mágico?
No tiene sentido, apenas sabes montar –cuando no contesté, se volvió para verme,
ceñudo– . En serio, ¿no hablas?
Mi frente
sudorosa estaba pegada incómodamente al casco de hierro. Cielos, si respondía,
reconocería mi voz. Si trataba de fingirla, aun así pensaría que hablaba de
manera femenina. En su lugar, hice un sonido gutural, poniéndome la mano sobre
las costillas lastimadas después de haber subido encima de Celer. Estaba
mareada por el dolor.
Varios
kilómetros más tarde, yo seguía sin decir una palabra. Nicodemus estaba
distraído buscando el campamento de su legión y de vez en cuando compartía
palabras con sus guardias. Por órdenes mías, Celer trotaba lentamente. Cada
movimiento brusco provocaba que yo quisiera gritar o que sintiera que podía
desmayarme en cualquier momento. Estaba inestablemente temblorosa.
El príncipe
giró sobre su caballo para buscarme.
–¡Muchacho,
estás quedándote atrás, apresúrate!
Apresúrate, dije en mi mente, porque las palabras se negaban a
salir de mis labios. Había un nudo en mi garganta impidiéndome hablar. Como si
hubiese leído mi mente, el unicornio avanzó con más rapidez, alcanzando al
resto de los hombres.
Vislumbré la
zona amurallada del campamento, alzándose sobre la línea del horizonte. Pude
ver las carpas de tela gris y el humo de una fogata o asador ascendiendo hacia
las nubes blancas.
¡Ah, por fin!
Sin poder
resistir un segundo más, caí. Escuché mi cabeza crujir contra las piedras. Cada
músculo, cada hueso en mí, dolía como el infierno.
–Mierda
–exclamó Nicodemus al ver mi silla vacía. Saltó de la suya para recogerme. De
pronto me encontraba en sus brazos, dirigiéndome hacia una tienda de campaña–.
Creo que me excedí al golpearte, lo lamento –resopló–. Bueno, fue tu culpa,
¿cómo no lo viste venir? –sus azules ojos estaban examinándome con
preocupación–. ¿Cómo te llamas? No iré por ahí llamándote "chico
escuálido".
–Luci...
–tragué saliva. Se sintió como tragar arena–. Lucius.
Gracias al
cielo mi voz estaba tan ronca que parecía irreconocible.
–¡Oh, pero si
sabes hablar! –se burló.
Me dejó sobre
algún montón de heno antes de empezar a quitarme la armadura. Con esfuerzo,
retuve sus muñecas.
–No –gruñí–.
Estoy bien.
Sus labios se
fruncieron.
–¿Bien? –se
rió de manera escandalosa–. Yo no diría eso, hombre.
–¿Eres un
sanador? –refunfuñé con la voz más masculina que pude imitar–. No lo creo, deja
de desvestirme.
Me miró con
aburrimiento mientras removía mi pechera. Luché contra sus inquisitivas manos.
Demonios, estaba en medio de un campamento lleno de soldados. Todos ellos me
miraban, preguntándose quién era o si estaba herida... herido. No podía
permitir que empezara a desnudarme aquí, en medio de una multitud de hombres.
Me giré para
ponerme de rodillas y emprendí a correr. Me adentré en el bosque, fuera de las
murallas. Dos minutos más tarde, tropecé y caí. Mi cuerpo rodó como si se
tratase del de un muñeco de trapo hasta estrellarse con fuerza contra la base
de un árbol. Sin aliento, rodé sobre mi costado, el que no estaba magullado.
Lloriqueé un poco mientras mi pecho se movía pesadamente al perezoso ritmo de
mi respiración. Oí pasos que se acercaban, zapatos aplastando ramas u hojas
secas.
Sus botas se
estacionaron frente a mis ojos. A esta altura, podía ver a las hormigas paseándose
por la tierra húmeda, el barro adherido a la suela de sus zapatos. Podía respirar
el aroma de la hierba, de la lluvia.
Con un pie, me
hizo girar sobre mi espalda antes de arrodillarse a mi lado. Todo lo que
protegía mi torso era una camisa de hombre que había robado de las cómodas de
los cocheros del castillo. Nicodemus había logrado quitarme la parte superior
de la armadura.
Crucé los
brazos sobre mi pecho, pero consiguió retirarlos, era más fuerte que yo. Sujetó
una de mis muñecas contra el suelo y puso una rodilla entre mi cuerpo y mi otro
brazo, evitando que lo moviera. Entretanto, desabrochaba los botones de mi
camisa con su mano libre.
–¡Estoy bien!
¡Déjame! –protesté, retorciéndome.
–¿Qué te
sucede? No trato de violarte, tan solo quiero ver cuánto daño te...
Enmudeció.
Descubrió los
vendajes que envolvían mi pecho. Estos no estaban ahí solamente para cubrir la
herida del azotamiento que había recibido, sino también porque yo me había
percatado de que escondían bastante bien mis senos. Sus labios se separaron
levemente.
Enfurecido, me
arrancó el casco.
–Maldita sea
–farfulló. Atónito, tocó mi cabello corto–. ¡Maldita sea, Luciana! ¿Qué estás
haciendo aquí? Yo... ¡Yo te acabo de golpear! ¡Te golpeé con fuerza!
Me incorporé.
El movimiento me hizo chillar de dolor.
–Yo... –solté
un sollozo–. ¡Quiero participar en el rescate!
Lo escuché
exhalar aire lentamente por la boca, estaba mirando al suelo.
–Por Dios,
Luciana, regresa al castillo.
Me enjugué las
lágrimas.
–¡No!
–¡Sí! ¡Sube a
tu maldito caballo y devuélvete!
–¡No lo haré!
Se levantó y
arrojó mi casco al césped.
–De acuerdo
–accedió, su tono calmo–. ¿Quieres quedarte? Te quedarás, pero no permitiré que
te conviertas en un estorbo, ¿me oíste? A partir de ahora me llamarás capitán y
te trataré al igual que cualquier otro soldado. Entrenarás, duro. Y no quiero
verte llorar como niña. Te enseñaré a usar las armas y te transformaré en un
guerrero. Te enviaré al campo de batalla a apostar tu vida, ¿lo entiendes?
Mis ojos
ardían por las lágrimas.
–Si estás tratando
de asustarme, no funcionará.
–No trato de
asustarte. Hablo muy en serio, me olvidaré de que eres una dama.
Me limpié la
cara con el dorso de mi brazo.
–Entendido,
capitán.
Una sonrisa
descarada se formó en su rostro. Regresó a mi lado.
–Déjame ver.
Cuando me
abrió la camisa, me estremecí. Sus dedos levantaron un poco los blancos
vendajes para examinar la contusión. Una mancha negra se extendía desde mis
costillas altas hasta las más bajas. Palpó la zona, inspeccionándola. Temblé al
sentir la textura áspera de sus manos callosas sobre mí.
–Te he
fracturado un par de costillas –me informó–. No es nada para un guerrero,
¿cierto, Lucius?
Tomé una
bocanada de aire.
–Viviré.
Se dio la
vuelta para marcharse.
–Trae mi
equipo, te presentaré ante los soldados.
Lo vi alejarse
con su caminar elegante.
–Capitán –le
llamé.
–¿Sí? –me
miró.
–No soy un
desnutrido.
Las comisuras
de sus labios se curvaron hacia arriba en una sonrisa hermosa.
Cerré los
botones de mi camisa y recogí los restos de mi armadura, junto con mi espada y
la de Nicodemus. Nunca en mi vida había usado pantalones, pero en este momento
me parecían mucho más cómodos que las faldas. Me proporcionaban una libertad
casi prohibida para una dama.
Me olvidaré de que eres una dama, recordé las palabras de...
Sí, de mi esposo. Se había visto tan atractivo gruñendo esa frase. Nunca había
mirado más allá del joven que decidió robar mi futuro, mi felicidad, al
obligarme a contraer matrimonio.
Diecisiete
años parecía una edad ilegal para casarse. Yo me sentía tan joven, tan repleta
de vida, de sueños. Tal vez no estaba lista para amar como una esposa. Sin
embargo, acababa de conocer un lado del príncipe que jamás había advertido. No
estaba fingiendo modales absurdos, o comportándose como debe hacerlo un noble.
Hoy era un guerrero, un masculino soldado.
Un sentimiento
tibio se despertó en mi pecho mientras le miraba alejarse. Su caminar
distinguido, su postura sofisticada, su
vestuario elegante, como siempre, salvo que esta vez llevaba una armadura
debajo, una coraza.
Cojeando, lo
seguí.
–Él es Lucius
–me señaló, dirigiéndose a sus hombres–. Es mi nuevo escudero. Sé que tiene un
aspecto escuálido, pero con algo de entrenamiento mejorará. Quiero que lo
respeten como si él fuese su capitán. Si escucho que alguien expresa la más
pequeña burla, le corto la lengua, ¿entendido? –todos se miraron incrédulos,
conteniendo sonrisas burlonas. Como no respondieron, el príncipe repitió su
pregunta–. ¡¿Entendido?!
–¡Sí, Su
Excelencia! –le contestaron al unísono luego de una pausa. Acababan de
percatarse de que hablaba muy en serio. Él quería que me respetasen.
32 comentarios:
me encanto esta capitulooooo...!
creo que poco a poco nico se esta ganando el corazon de luciana o de lucius como sea jaja , si sebastian no toma cartas en el asunto se la van a quitar jajajajaja
SHIT!!! MIERDA!!! me esta gustando este chico eeehh!! Nico! Sebastian no tanto. yo se es un canlenton de hombre! pero me llama mas Nico! :)so sexoso
hahahahha ;)
Increible Cap,
y chulis sube cada martes ya te lo dije! yo solo tengo chances de leer caps ese dia, yaque estoy trabajando todo el dia y los martes es mi dia de descanso!
ya te dije que me voy a prostituir eeehhh!!!! hahahah :)
By:Sherline
PD: ves que si les digo a mis clientes quemi nombre de puta es Sherline creeran que sera mi nombre "Artistico" no el real
hahahaha
PD2: LOVE YOU!
Por una vez me gustaría que el personaje no se quede con el chico malo desenfrenado que causa miles de sentimientos locos si no, con aquel que es más centrado, noble y de buen corazón, o si leíste "Princesa mecánica" manéjate y dame un final como ese jajaja. Este capítulo fue muy bueno y se me pasó re rápido o realmente es más cortos que los anteriores? Me gusta ver como evoluciona la relación de Nico y Luciana, creo que son un gran team me intriga saber que pasa!!!
Preguntas:
Ya la tienes escrita entera a la novela?
Cuántos capítulos son?
Cómo vas con ese proyecto "cómico"?
Mucho éxito en todo! btw cada vez la tolero menos a Luciana, admiro su valentía y su gran corazón pero le falta madurar mucho y eso se nota y aveces es annoying. Saludos
MH
Esto esta buenisimoooo!!!!
Lucius? jajaja mi parte favorita fue esa xd
Quisiera seguir leyendo y leyendo!!
Me emociona mucho que Nicco este empezando a ganarse el corazon de Lucia!!! AAAWWW!!!
I AM SO EXCITED!!!!
genial!!! que capitulo genial!!! me esta empezando a guastr nico tal vez no sea taaan bueno como parezca puede ser un loco sexy apasionado de buen corazon bueno pss dejame soñar jaja
me encaaaaanto me gusta mucho NICO pero aun asi no le gana a SEBASTIAN
Nico!!!!!ya era tiempo de qe le diera pelea a sebastia♥
sigela siiii? me encanto el capitulo!luciana se ha vuelto an valiente:D
-brenda(:
subeeeee!!!si?si?si?siiii?
me encanta tu novela:3
MARTES!! MIERDA DE LECTORES!... LOS MATO!!
COMENTEN PINCHES!
YO QUIERO CAPITULO HOY!!
:/
Chulis i'm sorry for that but is frustrating, i just can ready the tuesdays
by: Sherl "the new whore"
PD1: por tu culpa ya soy puta! hahahaahaokno
Genial el capitulooooooooooo me encato, nicoo!!! no te tenia asi!! subeee
Faltan 19 comentarios T.T yo quiero seguir leer leyendoo!!!!
nico esta demostrando otra cara y marcando territorio, me gusta mas este nico, creo que me gustara mas que sebastian, siguela
Genial!! Lucius JAJAJAJAJAJ creo que Luciana puede ser bonita y de gran corazon pero definitivamente no es una buena mentirosa, me encantó quiero el otro cap ya!!
buenisimo amo a nico y a sebastian pero me gusta mas nico aunque creo que sebastian tambien merece ser feliz con luciana, siguela y sube pronto
noooooooo sebastian!!!!!!!! porque porque porque???? seguro ahora lo rescatan, luciana tiene que quedar con el!!
porqe la obsecion con el 30? 20 me parecen una muuuy buena cantidad de comentarios y y nos haces esperer menos:D..bueno yo solo digo. 20 es una hermoso numero;)
te mereces los 30 comentarios Steph!
Escribes fasinantemente genial!!
ya no puedo esperar T.T
Wow... eso en realidad no me lo esperaba. Ese Nicodemus nos enamora de poco en poco.
Yo solo quiero leer :(
Faltan unos cuantos comentarios..
OMFG! tienes qe segirla ya ya ya mujer! porfavoooorrrr??
amo a sebastian pero tengo qe admitir qe tmbn estoy secretamente enamorada de Nico♥
sigela es genial
QUIERO BESAR A NICO!<3
noooo sebastian!!D:
luciana se ha vuelto tan valiente...
y Nico♥...me olvidare de que eres una dama♥.♥dios me mato con eso
no puedo esperar para el prox cap
sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube!sube! siiiiiiiiii??? plissss?-ssy
nnooooo sebastian!D:
luciana se ha hecho tan valiente:')
y nico...me olvidare de que eres una dama...me mato con eso♥.♥
no puedo esperar para el prox cap
Me siento tan mal de no haber comentado antes. Ame el capítulo me encano demasiado. Amo a Nicodemus. Mi excusa es que estuve de vacaciones sin internet y eso es horrible. No pude leer el capítulo antes.
Estaba navegando y me encontré con estos blogs que me parecieron interesante que conoscas.
http://edicionesbrazaletes.blogspot.com/
http://ediciones-frutilla.blogspot.com/
El capítulo me encanto.
Ame el capítulo ya quiero leer el próximo.
Estoy loca por sabe mas. Espero poder leer pronto el proxino capitulo.
Estoy que me muero con nicodemus. Lo amo. Lucy es mas estupida.
Siempre dejas los capitulos en asquas
Ame el capitulo. Ame a nico y odio a luciana ¿que mas puedo decir?
Este capitulo si que estuvo bueno.
Amo tu forma de escribir.
Es tan unica.
Esta historia sin duda es muy buena. Todas tus novelas me encantan.
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