Capítulo
21: Memorizarte
Sus manos
pasearon impacientemente por encima de mi cuerpo, acariciándome. Yo deseaba
hacerle sentir mejor, darle todo mi calor. Me quitó el ancho camisón por encima
de la cabeza con una urgencia desesperada. De inmediato, besó mi abdomen,
rozando con la punta de su lengua aquellas tres pecas que había nombrado.
Gemí cuando su
boca ascendió hacia mis pechos, dejando suaves besos y lamidas sobre mis
pezones erguidos. Él susurraba algo entre dientes, un murmullo que se ahogaba
entre besos, entre mi piel y sus labios. Creí escucharle repetir "te
necesito".
Ansiando darle
consuelo, rodé sobre él, sentándome a horcajadas sobre su cintura mientras
golpeaba su boca con la mía, con toques apasionados y violentos.
Debía calmar
su ira, su sed.
Dejé un
reguero de besos por encima de su torso desnudo, probé con mi lengua su cuello,
su pecho, sus perfectos abdominales, su vientre. Mordisqueé los huesos de su
cadera, saboreando su piel. Aquel sabor era tan paradisíaco que me hizo soltar
un gemido de goce. Tenía un sabor picante, límpido. Un segundo después,
Sebastián también largó un ruido ronco. Sus manos se treparon sobre mis
hombros, ascendiendo hasta acabar enredadas en mi cabello.
Una y otra vez
respiré ese dulce aroma a canela que despedía su cuerpo. Deslicé los dedos
sobre cada uno de los delineados músculos de piedra que se tensaban bajo su
lisa piel, la cual era caliente bajo mis manos. Caliente, suave y fruncida por
algunas cicatrices. Él podía conocer mis pecas, pero yo conocía sus marcas.
Cada una de ellas. Y me iba a encargar de jamás olvidarlas, de guardar en mi
memoria todo lo que lo hacía ser quien era.
Lo bueno, como
ese aroma excitante, el dulzor de su piel en la punta de mi lengua, la textura
de su perfecto cuerpo o las exquisitas formas de su complexión. Lo malo. Las
sombras de su pasado que marcaban su figura igual que tatuajes.
De alguna
manera, no lo hacían menos atractivo, sino más real. Sabía que formarían parte
de su vida para siempre, es por esto que deseaba hacerle saber que podía
olvidar el dolor que le causaban y aceptarlas. Tal como si fuesen tribales sin
algún significado.
Nadie puede
borrar su pasado. Todo lo que puedes hacer es aceptarlo y superarlo. Debes
estar consciente de cuánto peso significó sobre tus hombros, de cuánto daño te
hizo, sin jamás permitir que el peso te continúe aplastando, o que el dolor te
siga hiriendo. Aunque, si yo hubiese podido hacer desaparecer cada una de sus
cicatrices y recuerdos, lo habría hecho. Si yo hubiese tenido la posibilidad de
jamás permitir que lo lastimaran, nunca habría sufrido siquiera un rasguño.
No obstante,
ya era tarde. Mientras deslizaba con delicadeza mis dedos sobre su torso
desnudo, sentí los estremecimientos en su cuerpo, el sudor que empezaba a
cubrirlo. No le gustaba.
–¿Qué haces,
nena? –me preguntó con cuidado. Advertí un atisbo de nerviosismo e impaciencia
en su tono.
–Trato de
memorizarte –toqué una cicatriz blanca que estropeaba su pecho–. No es tan
malo, ¿verdad? –lo besé en ese lugar–. ¿Duele menos?
Su mirada se
oscureció.
–Una cicatriz
solo duele menos cuando te haces otra más hiriente.
Sus palabras
fueron para mí una herida, una interna. Tal vez tenía razón...
Sacudí la
cabeza.
Dentro de mí
todavía habitaba aquella joven que creía que el amor era la fuerza más poderosa
del universo. Aquella capaz de sanar cualquier herida. Sabía que existía. Creía
en él con absoluta convicción. En realidad, lo sentía en mi interior,
estremeciendo mi alma.
Empecé a abrir
el cierre de su pantalón, despacio. Él se sentó, tirando de mí para acomodarme
sobre su regazo. Sus labios me besaron el cuello con ímpetu, retomando la fogosidad
de sus caricias. Esa desesperación en su tacto me volvía loca.
Su mano
descendió sobre mi espalda hasta detenerse en donde comenzaban mis bragas.
Sentí sus dedos recorriendo la tela de encaje, aferrándose a ésta. Desgarró la
prenda, dejándome totalmente expuesta.
–Eso es, eres
mía –murmuró entre besos. Su voz denotaba posesividad.
Las cortas
lamidas que dejaba sobre mis labios me hacían palpitar de deseo. Me cogió de la
cintura para alzarme, de modo que luego pudiera descender sobre sus caderas y
unirme a su cuerpo. Tan pronto como se introdujo en mí, grité de placer,
hundiendo mis dedos en su espalda.
Esperé,
temblando por la anticipación. Sebastián no hacía otra cosa que mirar mis ojos
con sus grandes pupilas de plata y sus labios ligeramente separados. Su aliento
golpeaba los míos igual que un dulce roce tórrido.
–¿Qué harás
ahora, preciosa?
Todo mi cuerpo
estaba sonrojado.
–Yo... –mi
respiración era interrumpida–. No... no lo sé.
Besó mi
clavícula, acercándose fortuitamente a mis pechos. Sus manos, prendidas de mis
caderas, me levantaron un poco para después volver a dejarme caer sobre su
pelvis. Tuve que morder mi labio con fuerza para reprimir un grito debido a la
arrebatadora sensación que estalló entre mis piernas. Todos mis dedos se
curvaron, al igual que mi espalda.
Por instinto,
me moví una vez hacia arriba y luego hacia abajo, frotando mis pechos contra el
suyo, dejando que se hundiera profundamente en mí. Necesitada, cerré mis muslos
con más fuerza en torno a su cuerpo mientras buscaba su mirada con la mía.
Sus labios
estaban levemente curvados en una esquina, condenadamente cerca de sonreír.
–Lo haces bien
–me elogió, animándome a continuar con el movimiento. Una vez más me hizo subir
y bajar, aferrando con sus dedos mi delgada cintura–. Así es, así.
Entonces
comprendí que tomaría el control. Lo haría mío. Le haría el amor. El
pensamiento arrancó un gemido de mi garganta. Coloqué mis manos en sus hombros
para ayudarme a empujar lentamente. Sebastián gruñó de satisfacción.
Paulatinamente,
aumenté el ritmo de mis embates, guiada por sus manos, que ayudaban a mi
cuerpo. Sus besos despertaron alguna clase de sensualidad desinhibida en mí.
Cuando estaba con él, me sentía mujer, me sentía deseada.
–Ah, nena –me
besó, jugueteando con mi lengua, chupándola. Sujetó mi rostro para profundizar
el beso–. Me vuelves loco, completamente loco. ¿Acaso me has hechizado?
Era curioso
que yo me preguntara lo mismo mientras sentía que una tensión poderosa se
adueñaba de mi cuerpo. Ésta endurecía mis pezones, se acumulaba en mi vientre y
descendía hacia mis muslos. Me moví más rápidamente, poseída por una seducción
salvaje.
–Sebastián
–dije con la voz interrumpida por el placer–. Creo que...
–Lo sé –se
recostó sobre sus codos mientras yo apoyaba mis manos en su pecho, dejando su
piel enrojecida con mis uñas–. Lo sé, nena.
Levantó sus
caderas para empujarse más dentro de mí, encontrándose conmigo en ese lugar
donde los sueños se hacen realidad. Lanzó su cabeza hacia atrás antes de
tumbarse completamente en el suelo mientras yo me acomodaba en su pecho,
tendida encima.
Respiré entre
jadeos al tiempo que sentía los temblores que se apoderaban de su cuerpo. El
saber que se volvía vulnerable en mis brazos, mezclado con el delirante
sentimiento que estremecía cada parte de mi ser, trajo lágrimas a mis ojos.
Acaricié las
líneas de sus pectorales con la punta de mi nariz mientras trataba de memorizar
para siempre ese aroma suculento que desprendía su piel.
Te amo, Sebastián, nunca me dejes.
Lo escuché
reír. Un sonido cadencioso, tan auténtico que me hizo reír también. Me estiré
para besar su boca, ahogando ese ruido contagioso con un gemido que se escapó
de nuestros labios.
–¿Te gustó?
–le pregunté con coquetería–. ¿Cómo lo he hecho?
–Has estado
fantástica –noté la forma en la que sus ojos estudiaban mi rostro
detenidamente, estacionándose en mis labios–. ¿Sabes? Yo nunca he estado con
nadie que me haga sentir como tú lo haces. Cuando me hablas, cuando suspiras
sobre mí... Dios, no sabes cómo me tranquilizas. Eres mejor que una droga,
incluso más adictiva –hundió su nariz en mi cuello y dio una respiración
profunda–. Tu olor, tu piel... Tú... me encantas.
Le sonreí.
–¿De verdad?
¿A cuántas les dices lo mismo?
Le di
puñetazos falsos en el estómago mientras él intentaba sostener mis muñecas.
–A todas
–respondió, esbozando esa sonrisa que debilitaba mis rodillas.
Alcé una ceja.
–¿A todas?
Se movió hacia
adelante para mordisquear mi labio.
–Sí, a todas
les digo que me encantas.
Me reí,
devolviéndole sus mordidas. Mordisqueé su oreja, aquella que estaba repleta de
aretes de plata.
–¡Mientes!
–¡No lo hago!
–me apretujó en sus brazos, presionándome contra su pecho–. Ven aquí, déjame
enseñarte otros trucos.
Se metió en el
jacuzzi de la terraza, incluso con sus pantalones puestos.
–¿Qué haces?
¡Te estás mojando!
–También tú.
–Claro que no.
–¿Ah no?
Me salpicó con
sus manos, dejando mi cara y pecho empapados. Abrí la boca del asombro mientras
mis ojos se entornaban.
–¡Voy a vengarme
de ti, Von Däniken!
Comencé a
entrar en el jacuzzi y él tiró de mis brazos, lanzándome sobre su regazo. El
agua estaba tibia en un punto relajante. De alguna manera comenzamos a besarnos
de nuevo. Pero esta vez de forma más lenta y apasionada.
–No aquí
–protesté en un susurro–. No con todo el mundo mirando.
Sentí que sus
dedos acariciaban mis pechos.
–Acabamos de
hacerlo ahí, en el suelo –no era necesario que lo señalara, ambos lo sabíamos
bien–. Todos nuestros curiosos vecinos estaban mirando desde sus departamentos
e incluso desde otros edificios. En este instante, alguna que otra mujer se
está preguntando por qué su marido no le hace el amor en el terraza. Y algún
tipo pervertido me está envidiando como el demonio porque tengo a la chica más
hermosa del mundo en mis brazos.
Oh, Dios. Si
él seguía hablando de esa manera, iba a confesarle que lo amaba. Tenía que
dejar de ser tan perfecto, por mi bien. ¿Acaso era legal que un hombre tuviera
esa capacidad para dar placer? ¿Era legal que tuviera ese cuerpo de dios y esas
masculinas manos? ¿Eran legales las sensaciones que provocaba en mí?
Si alguna
diosa etrusca conociera esa magia que residía en su interior, lo convertiría en
un pecado prohibido. Lo encerraría para que nadie pudiera tocarlo, para usarlo
como un juguete de satisfacción personal. Para cuidarlo y protegerlo del mal.
Sí, era lo
mismo que habría hecho yo. Si fuese mío... si tan sólo...
Los dos
jadeamos al mismo tiempo que mis manos lo tocaban, acariciándolo, probándolo.
Una hora más
tarde, después de aquel ardiente encuentro, volvimos a tumbarnos bajo las
estrellas, envueltos en una manta, secos. Yo estaba haciéndole preguntas
incesablemente.
–Y, ¿cómo te
hiciste esta cicatriz? –puse un dedo en una de sus costillas, la cual tenía una
marca irregular.
Él se frotó la
frente con una mano.
–Tenía unos
siete años, mi padre estaba persiguiéndome para flagelarme con un grueso cinturón.
Yo sangraba por las veces que la hebilla me había cortado la piel. Corrí
descalzo hacia la calle y salté una verja. Una púa metálica se enterró en ese
lugar, muy profundamente. El resto es historia.
Un temblor
sacudió mis hombros.
–¿Y esta de
aquí?
Era un pequeño
círculo en su bajo vientre en donde su piel era más pálida que en el resto de
su cuerpo.
–Posiblemente
mi madre apagó un cigarrillo en mí.
Tragué saliva.
Deslicé mi
dedo hacia su cadera, luego un poco más abajo, en donde su pantalón cubría la
cicatriz en forma de media luna que había notado desde la primera vez que lo
había visto desnudo.
–¿Qué tal esta?
Él levantó una
ceja.
–Realmente
estuviste memorizándome, ¿no?
No pude evitar
sonreír con orgullo.
–No eres el
único que ha aprendido cosas. Podría nombrar incluso todos tus lunares. Son
como una constelación.
–A ver, inténtalo.
–Hay uno en tu
hombro –lo rocé con mi dedo índice–. Otros dos en tu espalda, uno en tu pierna.
Y uno aquí.
Tímidamente,
puse mi dedo sobre el cierre de su pantalón, indicando el lugar. Una amplia
sonrisa traviesa cruzó por el rostro de Sebastián.
–¿Qué lugar es
ése?
Mi rostro se
ruborizó.
–No, no me
harás decirlo en voz alta.
Soltó una
risita coqueta y comenzó a hacerme cosquillas en el abdomen. Atrapé sus manos.
–¡No, basta!
¡Contéstame!
–¿Qué cosa?
–Sobre esa
cicatriz.
–Oh, creo que
ahí me mordió una mujer vampiro –dijo con un gesto travieso–. Estábamos
divirtiéndonos tanto...
Le golpeé con
un codo en el costado antes de cruzarme de brazos, furibunda.
–¿Era Megan?
–¿Cuál Megan?
–Megan Fox.
Se rió en voz
alta, burlándose.
–Sí, era ella.
Volví a golpearlo.
–¿Por qué
estás molesta? –no dije nada mientras que sus dedos apartaban el cabello de mis
ojos–. En realidad, pitonisa, estoy mintiendo –solté una silenciosa exhalación
de alivio, pero continué sin hablarle–. Esa cicatriz... Hace diez años unos
amigos borrachos de mi padre intentaron violar a mamá, de modo que traté de
defenderla. Cuando comencé a pelear con ellos, quisieron ahogarme en la bañera
y, mientras forcejeaba, recibí una puñalada. Esa noche logré escapar, pero mi
madre no tuvo tanta suerte. De vez en cuando todavía oigo sus gritos en mi
cabeza –el silencio se perpetuó durante extensos minutos–. ¿Por qué mejor no me
dices quién me hizo estas terribles magulladuras?
Señaló hacia
sus costillas, en donde había cuatro rasguños paralelos, la piel alrededor
continuaba enrojecida. También había otros arañazos similares en su pecho y espalda.
Eran las
marcas de mis uñas.
–No son tan
terribles –dije avergonzada–. Eres un llorón.
–¿Llorón? –se
burló–. Cada vez que veo esos arañazos, todo lo que hago es excitarme.
Me quedé
callada un minuto, meditando
–Más temprano
dijiste que debíamos hablar.
Su semblante
se ensombreció de pronto, su sonrisa se borró y sus músculos se tensaron.
–Sí –suspiró
con cansancio–. Tenemos que hablar.
Me incorporé.
–¿Sobre qué?
–Yo creo
que... –se puso una mano en la frente antes de arrastrar sus dedos hacia su
cabello–. Creo que deberías quedarte en el departamento de tu hermana hasta que
Nico regrese por ti.
Sentí un nudo
en mi estómago.
–¿Por qué?
–Después de lo
que sucedió esta tarde... pienso que es lo mejor –se sentó para encararme–.
Debes alejarte de mí, por tu bien.
Me puse de
pie.
–Eso no tiene
sentido.
Él se levantó,
siguiéndome.
–Por supuesto
que lo tiene. Cada vez me cuesta más mantenerme lejos de ti...
–¿Tanto te
desagrado?
Largó un suspiro
de frustración.
–No, no quise
decir... –cerró la distancia que nos separaba–. Es todo lo contrario, Luciana
–atrapó mi rostro en sus manos–. Escucha, soy peligroso para ti. Tenemos que
terminar con esto para siempre. Estoy tratando de protegerte... de mí.
Luché para
contener las lágrimas.
–Es demasiado
tarde para pedirme que me aleje –refuté–. Sebastián, yo... –me tomé unos
segundos para respirar–. Es tarde, yo me entregué a ti, te di todo lo que
tenía. ¡Te entregué mi virginidad! ¿Crees que me acuesto con todos los hombres
que encuentro? ¿Crees eso?
Su rostro se
mostró más serio.
–¿Por qué yo?
¿Por qué me dejaste ser el primero?
Estreché mis
ojos en los suyos.
–Eres un
imbécil.
Cuando intenté
poner distancia entre los dos, agarró mis brazos.
–Contéstame.
–¡Lo sabes!
–No lo sé. ¡No
tengo una maldita idea!
Sin poder
detenerme, me puse a llorar.
–No puedes
hacerme el amor las veces que te apetezca y luego mandarme a la mierda. ¡No
puedes! ¡Eres un idiota! ¡Te detesto!
Me limpié las
lágrimas con el interior de mis muñecas.
–¿Qué es lo
que pensaste? ¿Que iba a casarme contigo sólo porque nos acostamos? ¿Que me
había enamorado de ti? –resopló–. Sí, he escuchado esa historia antes... –iracunda,
comencé a darle puñetazos en el pecho–. ¿Acaso no lo entiendes? –susurró cerca
de mi rostro. Sus labios rozaban los míos al hablar–. Soy un tipo problemático,
un ladrón, un asesino. Alguien capaz de hacer daño indiscriminadamente, alguien
que utiliza a las mujeres. Consumo drogas, me pongo ebrio. Debes, maldita sea, alejarte
de mí. Es por ti, ¿lo entiendes? No puedo permitirme hacerte daño. Soy capaz de
llevar a cualquier persona a la perdición, a la locura, ¡al suicidio!
Me quedé en
silencio, asimilando sus palabras.
Se refería a
su madre.
–Eso no fue tu
culpa.
–¡Cállate! –me
gritó–. ¡Deja de ver en mí a alguien que no soy! ¡Soy un bastardo hijo de puta
y no cambiaré jamás! Ni por ti, ni por nadie.
Mis piernas
estaban tan débiles que me dejé caer sobre la alfombra despacio. Después de que
Sebastián soltara mis brazos, me senté en el suelo, abrazando mis rodillas,
ahogándome en mis propios sollozos.
Oí sus pisadas
alejándose, seguidas por un estrepitoso portazo.
Se había ido.
Había llorado
tanto que me había quedado dormida en el suelo. Desperté horas más tarde, aturdida
por un sonidillo constante. Mi cara estaba marcada por las formas irregulares
de la alfombra, mis mejillas continuaban húmedas y mi cuerpo se sentía pesado.
Cuando me
levanté, advertí que el teléfono celular que Sebastián me había entregado se
encontraba emitiendo una extraña luz mientras que vibraba, moviéndose por
encima de la mesa de la cocina. Ése era el ruido que me había estado
molestando.
Cogí el
aparato y leí el nombre de Sebastián en la pantalla. Pulsé el botón verde,
solamente para oír su voz un segundo después.
–¡Por fin
respondes! –exclamó. Había algo extraño en su tono–. ¿Quién eres, por cierto?
Tardé un
instante en responder.
–Soy Luciana.
–Luciana...
–repitió de forma pensativa–. No, no te recuerdo. ¿Quieres venir a divertirte?
–escuché risas en el fondo, voces de mujeres, grititos, gemidos–. Sí, nena,
desnúdate –evidentemente, eso no iba dirigido a mí–. Entonces, ¿vendrás?
Estamos pasándola bien...
–¿Dónde estás?
No dijo nada
durante un largo momento.
–¡No lo sé!
–Sebastián...
–Adiós, eres
aburrida.
–¡Sebastián!
La llamada se
terminó.
Iracunda,
arrojé al suelo un vaso con sobras de whisky que descansaba en la mesa. El
cristal roto salió disparado por todas partes. Di varias respiraciones
profundas antes de agacharme para recoger el desastre, pero mis manos trémulas
terminaron heridas en el proceso.
Me limpié la
sangre y envolví torpemente algunas vendas sobre mis palmas y entre mis dedos.
Bebí un trago directo de la botella de whisky, esperando que el dolor se
disipara, no sólo el que sentía por fuera. Sin embargo, acabé vomitando la
bebida en el lavabo.
Lloré mientras
humedecía mi cara con agua fría. ¿Por qué tenía que lastimarme así? ¿Por qué?
En ese momento todo lo que deseaba hacer era derrumbarme sobre mis rodillas y
dejar de sentir. Dejar de pensar.
Y lo hice.
Sentí que un
par de brazos me cogían y una amable voz susurraba mi nombre.
–¿Luciana?
Despierta, por favor –mi visión difusa enfocó una imagen trémula de Nicodemus–.
¿Qué significa esto? –alzó mis manos ensangrentadas con nerviosismo–. Luciana,
háblame, responde –separé mis párpados lentamente–. ¿Qué te ha hecho?
Lloriqueé.
–Él... se fue.
Nico me
observó con rigor.
–Sí, pero, ¿te
hizo daño?
Eso dependía
del punto de vista...
–No –apreté
mis puños, incorporándome–. He sido yo misma...
–¿A dónde se
fue?
Me pasé las
manos por el cabello.
–No sé.
–¿Cuándo?
–Anoche.
De repente, la
música infernal del teléfono celular volvió a repiquetear. Nicodemus saltó para
contestar.
–¿Sí?
–esperó–. Sí, lo conozco... Bien, aguarde –comenzó a colocarse su chaqueta
mientras abría la puerta–. Estaré ahí en un minuto.
Agarré su
brazo.
–¿Qué ha
pasado?
–Un sujeto lo
encontró tirado en un callejón. Al parecer perdió el conocimiento.
–Espera.
Me puse unos
pantalones limpios y corrí detrás de Nico.
Un par de calles
más lejos, hallamos a Sebastián. Se encontraba tumbado detrás de un contenedor
de basura. En una mano aferraba una botella vacía de cerveza y en la otra un
encendedor. Su chaqueta de cuero estaba abierta, mostrando su pecho desnudo,
sus labios estaban ligeramente separados y el cabello le cubría los ojos.
Además de eso,
había moretones y recientes contusiones por toda su piel. Sus nudillos estaban
ensangrentados. Me arrodillé junto a su cuerpo, rozando con delicadeza las
líneas de su cara, suavizadas por su estado de inconsciencia.
Nicodemus pasó
el brazo de Sebastián por encima de sus hombros.
–Hermano
–comenzó a alzarlo–. Despierta, ¿sí? Me estás preocupando.
Sus ojos se
abrieron, pero aun así no parecía ver ni distinguir nada de lo que sucedía.
Gruñó. Cuando regresamos al departamento, pareció vernos por primera vez.
–¿Quiénes...
son ustedes? –interrogó.
Su mirada,
aunque fija, parecía increíblemente distante. Su cuerpo estaba cubierto por una
capa de sudor frío, sus puños cerrados temblaban. Mi pecho se apretó hasta
doler. Nicodemus le puso las manos sobre el rostro.
–Sebastián,
soy yo. Tu hermano.
Él se cubrió los
oídos bajo sus manos y gritó, cayendo de rodillas.
–¡Bastardo!
¡Mi hermano está muerto! ¡Yo lo maté!
Me senté en el
suelo, sosteniendo su cabeza contra mi pecho. Tuve que enredar mis brazos muy
fuertemente alrededor de su cuerpo, pues las sacudidas que daba me hacían
difícil sujetarlo. Las lágrimas rodaban involuntariamente sobre mis mejillas
mientras mis dedos le acariciaban el cabello suavemente.
–Sebastián –le
susurré al oído–. Mi hermoso... dulce ángel de alas rotas. Sé que te han hecho
daño, lo sé. Pero tienes que ser fuerte, por favor, te lo ruego –acaricié su
rostro cuidadosamente–. ¿Estás escuchándome? Confía en mí. Yo jamás te lastimaría,
lo juro.
–Luciana
–Sebastián me rodeó la cintura con sus brazos y presionó sus labios sobre mi
clavícula–. No puedo creerte. Ella me juró lo mismo. Todos... me han hecho
daño.
Ahora los dos
llorábamos.
–Mírame
–levanté su rostro para encontrarme con sus ojos enrojecidos–. Moriría... me
mataría antes de herirte. Ojalá me dejaras sanarte. Quiero salvarte, quiero
demostrarte quién eres en realidad –cuando deslicé mi mano hacia su espalda,
todos sus músculos se tensionaron y su cuerpo se estremeció. Sus ojos se
cerraron con fuerza–. Tienes que creerme, tienes que confiar en mí.
Mientras
recorría con cuidado los contornos de las cicatrices de su espalda, dibujando
formas con mis dedos, su musculatura comenzó a relajarse. Tenía que demostrarle
que no todos los que lo tocaban, le hacían daño. Presioné mis labios contra su
sien al tiempo que le susurraba palabras tranquilizadoras al oído.
–Perdóname –me
pidió–. Por favor, perdóname. Él vino a llevarte, ¿no es así? –se refería a
Nicodemus–. Si te quedas, esto no volverá a suceder. Yo... no voy a
abandonarte... me desintoxicaré. Y... dejaré que me cures. Lo necesito, te
necesito. Tienes que... salvarme, por favor. Por favor.
Asentí.
–Está bien,
pero debes prometerme que no vas a derrumbarte nunca más. No puedo soportar
verte así, me duele.
Durante largos
minutos nos quedamos en silencio, deleitándonos con el placer de mirarnos. Sus
ojos tenían esa mirada distante de pupilas enormes. Escuché que Nico se
aclaraba la garganta.
–Luciana
–prorrumpió–, tengo que ir a ver a Dolabella, pero vendré pronto a buscarte,
¿está bien? –asentí–. Ten cuidado con... él. No voy a demorarme.
Un segundo más
tarde, Sebastián y yo nos encontrábamos a solas, acompañados únicamente por el
sonido de nuestras respiraciones. Sus manos atraparon las mías.
–Tus manos...
–dijo al percatarse de mis heridas.
–Estoy bien.
–Estás
sangrando...
–No digas nada
–acaricié su rostro con el puente de mi nariz–. Shh –besé su boca–. No hables
–volví a besarlo–. Sebastián... yo... te amo.
Retrocedió,
tal como si le hubiera abofeteado. Sujetó mi rostro.
–¿Qué estás
diciendo?
Demoré un par
de segundos en contestarle. Estaba aterrada.
–Te amo
–repetí–. Te amo...
–No, no –puso
una mano encima de mis labios–. ¡Calla! Tú no me amas.
Retiré la mano
que me cubría la boca.
–Lo hago, ¡me
enamoré de ti!
–No es verdad,
eso no es cierto. El amor no existe, Luciana, eres una ilusa. Y, si existiera,
nadie iba amarme, no a mí. Un tipo como yo no merece ser amado por nadie, ¿comprendes?
La gente no me ama, me lastima. Fui hecho para recibir y dar golpes.
Nos pusimos de
pie. Él caminaba en círculos, exaltado. Yo le miraba, inmóvil.
–Entonces,
¿cómo explicas lo que siento ahora? ¿Cómo explicas que... que no pueda respirar
cuando estás lejos? ¿Qué significa el temblor que provocas en mi pecho o el
miedo que tengo de perderte?
Me miró con
furia.
–¡Sé lo que
crees sentir! Pero... estás confundida –me empujó contra la pared, agarrando
mis brazos–. Es una ilusión.
Sacudí la
cabeza.
–No lo es. ¡Sé
lo que siento!
–¡Joder, no!
¡Tú no me amas!
–Que tú seas
incapaz de amar no significa que yo también lo sea. ¡Te amo! Estoy muriéndome
por ti. ¿Acaso no te das cuenta? –su cara estaba ensombrecida por sentimientos
escondidos tras la rabia. No dijo nada más–. ¿Qué hago? –tomé su rostro y lo
besé de forma desesperada–. ¿Qué debo hacer para demostrarte que te amo? ¿Qué
prueba necesitas? Haría cualquier cosa...
Comencé a
empujar su chaqueta fuera de sus hombros mientras dejaba mordidas a lo largo de
su cuello esbelto. Por un momento él permaneció inmóvil ante mi arrebato,
inmutado y tenso. Después decidió presionar su cuerpo al mío, aplastándome
contra la pared, y me arrancó la camisa, pasándola por encima de mi cabeza.
Enredé mis
piernas alrededor de su cintura al tiempo que sentía su boca besando mis senos
por encima de la tela del sujetador. Mi espalda se arqueó.
–Dime, ¿qué
debo hacer para demostrártelo? –gemí, deslizando mi mano por encima de su pecho
antes de estacionarla en el botón de su pantalón.
La piel de su
torso desnudo quemaba la mía.
–Calla
–repitió, penetrando mi boca con su lengua para silenciarme.
Sus caderas
empujaron las mías en un movimiento constante que me hacía volverme loca en sus
brazos. Él me veía retorcerme, completamente estoico. Sin embargo, sus ojos
brillaban por el deseo. Traté de abrir el cierre de su pantalón, pero me
detuvo.
–No tan
rápido, hermosa.
Agarró mis
muslos, desprendiéndolos de su cintura. Me dejó en el suelo y me dio la vuelta
en sus brazos. Esta vez, mis pechos estaban aplastados contra la pared, al
igual que mis manos, las cuales estaban clavadas por el agarre que mantenía
sobre mis muñecas.
Sus dientes le
dieron una mordida a mis hombros, dejando enrojecida mi piel. Luego alivió el
ardor con una lamida suave, seductora. Sentí su nariz acariciando mi nuca,
dando una respiración profunda, olisqueándome. Su aliento entrecortado rozaba
la base de mi cuello.
Su boca
descendió despacio, dejando un camino de besos tatuados en mi piel. Con sus
dientes, desabrochó mi sujetador. Me estremecí cuando comenzó a besar la
cicatriz de la flagelación que se extendía sobre mi espalda.
–¿Qué...
haces? –jadeé.
–Tengo que...
memorizarte.
Sus manos
liberaron la mías para ahuecar mis senos. Se tomaron un tiempo masajeándolos
delicadamente antes de recorrer mi cintura, avanzar sobre mi vientre e
introducirse en mi pantalón de jean. Sentí sus dedos moviéndose bajo la tela de
mis bragas, acariciándome entre las piernas. Grité.
Una de mis
manos se convirtió en un puño, el cual golpeé contra la pared mientras la otra
se aferraba a su brazo, rasguñándolo. Escuché que Sebastián largaba un profundo
sonido gutural. Parecía disfrutar cuando mis uñas se enterraban en su piel,
parecía regocijarse con el sonido de mis gritos.
Una y otra
vez, me hizo gritar su nombre con su simple tacto. Hasta que no creí poder
soportar otro segundo de esa deliciosa tortura.
–No puedo...
más. No puedo –jadeé.
Mi pecho
ascendía y descendía a un pesado ritmo interrumpido. Toda mi piel estaba
ruborizada y el sudor comenzaba a humedecer mi cabello. Mi corazón latía a toda
velocidad.
Él apoyó una
rodilla en el suelo y empezó a besar mis piernas por encima de la tela vaquera.
Su boca parecía estar por todas partes, sobre mis muslos, en mis caderas,
glúteos, rodillas, tobillos.
Sus manos
tiraron de mi pantalón hacia abajo, arrancándolo de mi cuerpo mientras sus
labios trazaban otro sendero sobre mis piernas desnudas. Temblé mientras él
besaba la parte interna de mis muslos tersos.
A
continuación, se puso de pie, juntando su pecho a mi espalda. Y me tomó, haciéndome
suya. Lloriqueé de placer, deshaciéndome en sus brazos una y otra vez hasta que
pensé que podría desmayarme. Hasta que me hizo clamar en voz alta, con lágrimas
en los ojos, que lo amaba.
Terminamos
tumbados en el suelo, respirando de forma fatigosa y alterada. Uno junto al
otro, mirándonos. La tristeza en sus ojos me hacía querer llorar. Todavía tenía
esa mirada que parecía perderse en la lejanía.
–Sebastián
–susurré–. Dijiste que nunca tuviste sueños. Pero, ¿qué tal ahora? ¿No hay nada
en el mundo que desees?
Para mi
sorpresa, asintió.
–Hay algo que
deseo, pero no me atrevo siquiera a soñarlo. Es imposible.
–Para que un
sueño se haga realidad primero debes soñarlo.
–Querer algo
que nunca tendrás es doloroso. Soñar es más duro de lo que parece.
Él suspiró,
frotándose las sienes con los dedos como si padeciera de un insufrible dolor de
cabeza.
–Quiero que me
prometas que vas a estar bien –le pedí–. No quiero que vuelvas a caer.
–Déjame en paz
–refunfuñó.
–Sebastián,
prométemelo –hablé con autoridad–. No puedo ayudarte si tú no me dejas hacerlo.
Si quieres que permanezca a tu lado, no volverás a consumir drogas, no volverás
a emborracharte, no volverás a robar, no llevarás armas encima. Quiero tu
palabra. O me iré para siempre, ¿lo entiendes? Te dejaré solo.
–No hablas en
serio –rezongó, esquivando mis ojos.
Puse mi mano
en su mejilla.
–Hablo muy en
serio. Quiero salvarte más de lo que tú lo quieres. Deja que te ayude, deja que
te quiera, que te cuide. Te lo ruego. No quiero nada a cambio, salvo esa promesa.
En el
silencio, Sebastián parecía tener una batalla consigo mismo. La espera me
parecía eterna.
–Lo prometo
–dijo finalmente.
Y supe que era
el comienzo de algo.
31 comentarios:
Que pena infinita.
Me has echo llorar mucho.
¿Por qué Sebastián está tan roto? Me lastima, siento en vacio en mi corazón.
No quiero que termine, me ha encantado esta historia.
Un abrazo, steph!
Terelú.
Me encanto el capitulo.
Sinceramente ya no creo en Sebastian
El no merece a luciana.
Genial capitulo.
Steph
Sebastian es un completo imbecil,
No se como es que lo adoras tanto?
Ya quiero leer el final. Quiero leerlo. Amo los finales.
¿Amas los finales?
Yo los odio.
Estoy muy triste.
Ha un capitulo del final.
No lo puedo creer.
Steph hablemos claro
Sebastian es un puto
Nicodemus es un angel.
Luciana es una tonta.
Dolabella es... No se.
Pero aun asi amo a los personajes.
No se que decir. Simplemente que no puedo creer que se acabe en el proximo capitulo.
¿Tendra epilogo?
¿Que significa epilogo, prologo?
Amo tus novelas.
Las amo todas.
Sube sube sube sube sube sube sube sube sube sube sube.
Ya quiero leer el finaaalllllll
¿Que siente cuando terminas una novela?
Me encanto
Me facino.
En fin... ¿Que mas puedo decir? No soporto esperar, pero se que la espera valdra la pena.
Alas rotas ha sido fantastica.
Siempre he amado tus novelas.
Llegue cuando recien publicabas Angeles noctambulos, me recuerdo de esa novela.
Amo tus novelas.
Eres una GENIA
Mis respetos hacia tí.
Creo que tu eres una escritora estupenda. Pero ten cuidado con las editoriales. Conosco a una chica que envio hace un año su novela a editorial y resulta que hace poco una escritora de esa editorial ya famosa saco un libro extremadamente identico.
No confies
Peace and love
Pero esta novela es ...
Rock and roll
Creo que no quiero leer el final.
Estoy ansiosa.
Estoy super extremadamente ansiosa de leer el final.
Esta novela marcara historia.
Tu la marcaras.
Aaaahhhh
Quiero que saques zukunft en papel.
Sebastian te odio.
Eres tan idiota que te odio y lo peor es que no me das
Lastima.
Quiero final ya...
El capitulo estuvo magnifico.
La novela ha estado genial y se que el final estara mejor.
Eres una muy buena escritora
Alas rotas ha estado fuera de serie.
Me encanto, estuvo fantastica y tu nunca
De los nunca decepsionas con tus novelas
Espero que pronto tengas tu libro en manos.
Quiero ya el final.
No quiero esperar tanto
Tu mereces todos los comentarios del mundo.
Amo como escribes steph y la verdad que eres una
Excelente escritora. Muchas felicidades
Sebastian
Eres un completo idiota,
Pero te amo.
Aunque amo mas a Nicodemus.
Jerry, corazón ¿que le estas haciendo a Damien y Joe? No seas cruel con ellos.
Aunque sigue torturandolos.
Eres el mas guapo siempre.
¿Ya tienes comenzada Los pecados de Estauce?
Estoy emocionada con esa novela.
Siempre he sabido que Estauce tendria su propio libro.
¿Cual de tus protagonistas masculinos es tu favotito?
¿Cual femenina es tu favorita?
¿Cual segundario es tu faorito?
Se que me sorprenderas con el final.
Sebastian e tan idiota
Pero luciana se enamoro y contra eso no podemos hacer nada.
¿Ellos tuvieron sexo en un callejon a plena luz?
¿Ellos de verdad tuvieron sexo en la terraza?
Sebastian le esta enseñando cosas inapropiadas a Luciana.
No puedo creer que ya acabe.
Tu siempre me dejas sin palabras
Haces magia.
El penultimo capitulo me encanto. Sin duda alguna el mejor. Luciana confeso sus sentimientos.
Sebastian siempre me confunde.
No se si el es el malo de la historia o el bueno. No se que pensar.
Steph el capitulo estuvo picante como decia la abuela francesa de Angelique y al mismo tiempo estuvo muy triste y conmovedor, no puedo creer que solo falte un episodio! :S pero estoy emocionada por leer Los pecados de Eustace a si que por favor dime que la publicaras en algun lado, quiero ver que responde a lo que le pregunte xd jaja oye perdon por no haber comentado estos ultimos capitulos pero no tenia mucho tiempo debido a tareas o examenes, a veces duraba unos cuantos dias leyendo solo un capitulo por partes :S y este sera el comentario numero 30! jaja aqui sigo Steph!!
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