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miércoles, 25 de septiembre de 2013

Capítulo 21: Memorizarte





Capítulo 21: Memorizarte

Sus manos pasearon impacientemente por encima de mi cuerpo, acariciándome. Yo deseaba hacerle sentir mejor, darle todo mi calor. Me quitó el ancho camisón por encima de la cabeza con una urgencia desesperada. De inmediato, besó mi abdomen, rozando con la punta de su lengua aquellas tres pecas que había nombrado.
Gemí cuando su boca ascendió hacia mis pechos, dejando suaves besos y lamidas sobre mis pezones erguidos. Él susurraba algo entre dientes, un murmullo que se ahogaba entre besos, entre mi piel y sus labios. Creí escucharle repetir "te necesito".
Ansiando darle consuelo, rodé sobre él, sentándome a horcajadas sobre su cintura mientras golpeaba su boca con la mía, con toques apasionados y violentos.
Debía calmar su ira, su sed.
Dejé un reguero de besos por encima de su torso desnudo, probé con mi lengua su cuello, su pecho, sus perfectos abdominales, su vientre. Mordisqueé los huesos de su cadera, saboreando su piel. Aquel sabor era tan paradisíaco que me hizo soltar un gemido de goce. Tenía un sabor picante, límpido. Un segundo después, Sebastián también largó un ruido ronco. Sus manos se treparon sobre mis hombros, ascendiendo hasta acabar enredadas en mi cabello.
Una y otra vez respiré ese dulce aroma a canela que despedía su cuerpo. Deslicé los dedos sobre cada uno de los delineados músculos de piedra que se tensaban bajo su lisa piel, la cual era caliente bajo mis manos. Caliente, suave y fruncida por algunas cicatrices. Él podía conocer mis pecas, pero yo conocía sus marcas. Cada una de ellas. Y me iba a encargar de jamás olvidarlas, de guardar en mi memoria todo lo que lo hacía ser quien era.
Lo bueno, como ese aroma excitante, el dulzor de su piel en la punta de mi lengua, la textura de su perfecto cuerpo o las exquisitas formas de su complexión. Lo malo. Las sombras de su pasado que marcaban su figura igual que tatuajes.
De alguna manera, no lo hacían menos atractivo, sino más real. Sabía que formarían parte de su vida para siempre, es por esto que deseaba hacerle saber que podía olvidar el dolor que le causaban y aceptarlas. Tal como si fuesen tribales sin algún significado.
Nadie puede borrar su pasado. Todo lo que puedes hacer es aceptarlo y superarlo. Debes estar consciente de cuánto peso significó sobre tus hombros, de cuánto daño te hizo, sin jamás permitir que el peso te continúe aplastando, o que el dolor te siga hiriendo. Aunque, si yo hubiese podido hacer desaparecer cada una de sus cicatrices y recuerdos, lo habría hecho. Si yo hubiese tenido la posibilidad de jamás permitir que lo lastimaran, nunca habría sufrido siquiera un rasguño.
No obstante, ya era tarde. Mientras deslizaba con delicadeza mis dedos sobre su torso desnudo, sentí los estremecimientos en su cuerpo, el sudor que empezaba a cubrirlo. No le gustaba.
–¿Qué haces, nena? –me preguntó con cuidado. Advertí un atisbo de nerviosismo e impaciencia en su tono.
–Trato de memorizarte –toqué una cicatriz blanca que estropeaba su pecho–. No es tan malo, ¿verdad? –lo besé en ese lugar–. ¿Duele menos?
Su mirada se oscureció.
–Una cicatriz solo duele menos cuando te haces otra más hiriente.
Sus palabras fueron para mí una herida, una interna. Tal vez tenía razón...
Sacudí la cabeza.
Dentro de mí todavía habitaba aquella joven que creía que el amor era la fuerza más poderosa del universo. Aquella capaz de sanar cualquier herida. Sabía que existía. Creía en él con absoluta convicción. En realidad, lo sentía en mi interior, estremeciendo mi alma.
Empecé a abrir el cierre de su pantalón, despacio. Él se sentó, tirando de mí para acomodarme sobre su regazo. Sus labios me besaron el cuello con ímpetu, retomando la fogosidad de sus caricias. Esa desesperación en su tacto me volvía loca.
Su mano descendió sobre mi espalda hasta detenerse en donde comenzaban mis bragas. Sentí sus dedos recorriendo la tela de encaje, aferrándose a ésta. Desgarró la prenda, dejándome totalmente expuesta.
–Eso es, eres mía –murmuró entre besos. Su voz denotaba posesividad.
Las cortas lamidas que dejaba sobre mis labios me hacían palpitar de deseo. Me cogió de la cintura para alzarme, de modo que luego pudiera descender sobre sus caderas y unirme a su cuerpo. Tan pronto como se introdujo en mí, grité de placer, hundiendo mis dedos en su espalda.
Esperé, temblando por la anticipación. Sebastián no hacía otra cosa que mirar mis ojos con sus grandes pupilas de plata y sus labios ligeramente separados. Su aliento golpeaba los míos igual que un dulce roce tórrido.
–¿Qué harás ahora, preciosa?
Todo mi cuerpo estaba sonrojado.
–Yo... –mi respiración era interrumpida–. No... no lo sé.
Besó mi clavícula, acercándose fortuitamente a mis pechos. Sus manos, prendidas de mis caderas, me levantaron un poco para después volver a dejarme caer sobre su pelvis. Tuve que morder mi labio con fuerza para reprimir un grito debido a la arrebatadora sensación que estalló entre mis piernas. Todos mis dedos se curvaron, al igual que mi espalda.
Por instinto, me moví una vez hacia arriba y luego hacia abajo, frotando mis pechos contra el suyo, dejando que se hundiera profundamente en mí. Necesitada, cerré mis muslos con más fuerza en torno a su cuerpo mientras buscaba su mirada con la mía.
Sus labios estaban levemente curvados en una esquina, condenadamente cerca de sonreír.
–Lo haces bien –me elogió, animándome a continuar con el movimiento. Una vez más me hizo subir y bajar, aferrando con sus dedos mi delgada cintura–. Así es, así.
Entonces comprendí que tomaría el control. Lo haría mío. Le haría el amor. El pensamiento arrancó un gemido de mi garganta. Coloqué mis manos en sus hombros para ayudarme a empujar lentamente. Sebastián gruñó de satisfacción.
Paulatinamente, aumenté el ritmo de mis embates, guiada por sus manos, que ayudaban a mi cuerpo. Sus besos despertaron alguna clase de sensualidad desinhibida en mí. Cuando estaba con él, me sentía mujer, me sentía deseada.
–Ah, nena –me besó, jugueteando con mi lengua, chupándola. Sujetó mi rostro para profundizar el beso–. Me vuelves loco, completamente loco. ¿Acaso me has hechizado?
Era curioso que yo me preguntara lo mismo mientras sentía que una tensión poderosa se adueñaba de mi cuerpo. Ésta endurecía mis pezones, se acumulaba en mi vientre y descendía hacia mis muslos. Me moví más rápidamente, poseída por una seducción salvaje.
–Sebastián –dije con la voz interrumpida por el placer–. Creo que...
–Lo sé –se recostó sobre sus codos mientras yo apoyaba mis manos en su pecho, dejando su piel enrojecida con mis uñas–. Lo sé, nena.
Levantó sus caderas para empujarse más dentro de mí, encontrándose conmigo en ese lugar donde los sueños se hacen realidad. Lanzó su cabeza hacia atrás antes de tumbarse completamente en el suelo mientras yo me acomodaba en su pecho, tendida encima.
Respiré entre jadeos al tiempo que sentía los temblores que se apoderaban de su cuerpo. El saber que se volvía vulnerable en mis brazos, mezclado con el delirante sentimiento que estremecía cada parte de mi ser, trajo lágrimas a mis ojos.
Acaricié las líneas de sus pectorales con la punta de mi nariz mientras trataba de memorizar para siempre ese aroma suculento que desprendía su piel.
Te amo, Sebastián, nunca me dejes.
Lo escuché reír. Un sonido cadencioso, tan auténtico que me hizo reír también. Me estiré para besar su boca, ahogando ese ruido contagioso con un gemido que se escapó de nuestros labios.
–¿Te gustó? –le pregunté con coquetería–. ¿Cómo lo he hecho?
–Has estado fantástica –noté la forma en la que sus ojos estudiaban mi rostro detenidamente, estacionándose en mis labios–. ¿Sabes? Yo nunca he estado con nadie que me haga sentir como tú lo haces. Cuando me hablas, cuando suspiras sobre mí... Dios, no sabes cómo me tranquilizas. Eres mejor que una droga, incluso más adictiva –hundió su nariz en mi cuello y dio una respiración profunda–. Tu olor, tu piel... Tú... me encantas.
Le sonreí.
–¿De verdad? ¿A cuántas les dices lo mismo?
Le di puñetazos falsos en el estómago mientras él intentaba sostener mis muñecas.
–A todas –respondió, esbozando esa sonrisa que debilitaba mis rodillas.
Alcé una ceja.
–¿A todas?
Se movió hacia adelante para mordisquear mi labio.
–Sí, a todas les digo que me encantas.
Me reí, devolviéndole sus mordidas. Mordisqueé su oreja, aquella que estaba repleta de aretes de plata.
–¡Mientes!
–¡No lo hago! –me apretujó en sus brazos, presionándome contra su pecho–. Ven aquí, déjame enseñarte otros trucos.
Se metió en el jacuzzi de la terraza, incluso con sus pantalones puestos.
–¿Qué haces? ¡Te estás mojando!
–También tú.
–Claro que no.
–¿Ah no?
Me salpicó con sus manos, dejando mi cara y pecho empapados. Abrí la boca del asombro mientras mis ojos se entornaban.
–¡Voy a vengarme de ti, Von Däniken!
Comencé a entrar en el jacuzzi y él tiró de mis brazos, lanzándome sobre su regazo. El agua estaba tibia en un punto relajante. De alguna manera comenzamos a besarnos de nuevo. Pero esta vez de forma más lenta y apasionada.
–No aquí –protesté en un susurro–. No con todo el mundo mirando.
Sentí que sus dedos acariciaban mis pechos.
–Acabamos de hacerlo ahí, en el suelo –no era necesario que lo señalara, ambos lo sabíamos bien–. Todos nuestros curiosos vecinos estaban mirando desde sus departamentos e incluso desde otros edificios. En este instante, alguna que otra mujer se está preguntando por qué su marido no le hace el amor en el terraza. Y algún tipo pervertido me está envidiando como el demonio porque tengo a la chica más hermosa del mundo en mis brazos.
Oh, Dios. Si él seguía hablando de esa manera, iba a confesarle que lo amaba. Tenía que dejar de ser tan perfecto, por mi bien. ¿Acaso era legal que un hombre tuviera esa capacidad para dar placer? ¿Era legal que tuviera ese cuerpo de dios y esas masculinas manos? ¿Eran legales las sensaciones que provocaba en mí?
Si alguna diosa etrusca conociera esa magia que residía en su interior, lo convertiría en un pecado prohibido. Lo encerraría para que nadie pudiera tocarlo, para usarlo como un juguete de satisfacción personal. Para cuidarlo y protegerlo del mal.
Sí, era lo mismo que habría hecho yo. Si fuese mío... si tan sólo...
Los dos jadeamos al mismo tiempo que mis manos lo tocaban, acariciándolo, probándolo.
Una hora más tarde, después de aquel ardiente encuentro, volvimos a tumbarnos bajo las estrellas, envueltos en una manta, secos. Yo estaba haciéndole preguntas incesablemente.
–Y, ¿cómo te hiciste esta cicatriz? –puse un dedo en una de sus costillas, la cual tenía una marca irregular.
Él se frotó la frente con una mano.
–Tenía unos siete años, mi padre estaba persiguiéndome para flagelarme con un grueso cinturón. Yo sangraba por las veces que la hebilla me había cortado la piel. Corrí descalzo hacia la calle y salté una verja. Una púa metálica se enterró en ese lugar, muy profundamente. El resto es historia.
Un temblor sacudió mis hombros.
–¿Y esta de aquí?
Era un pequeño círculo en su bajo vientre en donde su piel era más pálida que en el resto de su cuerpo.
–Posiblemente mi madre apagó un cigarrillo en mí.
Tragué saliva.
Deslicé mi dedo hacia su cadera, luego un poco más abajo, en donde su pantalón cubría la cicatriz en forma de media luna que había notado desde la primera vez que lo había visto desnudo.
–¿Qué tal esta?
Él levantó una ceja.
–Realmente estuviste memorizándome, ¿no?
No pude evitar sonreír con orgullo.
–No eres el único que ha aprendido cosas. Podría nombrar incluso todos tus lunares. Son como una constelación.
–A ver, inténtalo.
–Hay uno en tu hombro –lo rocé con mi dedo índice–. Otros dos en tu espalda, uno en tu pierna. Y uno aquí.
Tímidamente, puse mi dedo sobre el cierre de su pantalón, indicando el lugar. Una amplia sonrisa traviesa cruzó por el rostro de Sebastián.
–¿Qué lugar es ése?
Mi rostro se ruborizó.
–No, no me harás decirlo en voz alta.
Soltó una risita coqueta y comenzó a hacerme cosquillas en el abdomen. Atrapé sus manos.
–¡No, basta! ¡Contéstame!
–¿Qué cosa?
–Sobre esa cicatriz.
–Oh, creo que ahí me mordió una mujer vampiro –dijo con un gesto travieso–. Estábamos divirtiéndonos tanto...
Le golpeé con un codo en el costado antes de cruzarme de brazos, furibunda.
–¿Era Megan?
–¿Cuál Megan?
–Megan Fox.
Se rió en voz alta, burlándose.
–Sí, era ella.
Volví a golpearlo.
–¿Por qué estás molesta? –no dije nada mientras que sus dedos apartaban el cabello de mis ojos–. En realidad, pitonisa, estoy mintiendo –solté una silenciosa exhalación de alivio, pero continué sin hablarle–. Esa cicatriz... Hace diez años unos amigos borrachos de mi padre intentaron violar a mamá, de modo que traté de defenderla. Cuando comencé a pelear con ellos, quisieron ahogarme en la bañera y, mientras forcejeaba, recibí una puñalada. Esa noche logré escapar, pero mi madre no tuvo tanta suerte. De vez en cuando todavía oigo sus gritos en mi cabeza –el silencio se perpetuó durante extensos minutos–. ¿Por qué mejor no me dices quién me hizo estas terribles magulladuras?
Señaló hacia sus costillas, en donde había cuatro rasguños paralelos, la piel alrededor continuaba enrojecida. También había otros arañazos similares en su pecho y espalda.
Eran las marcas de mis uñas.
–No son tan terribles –dije avergonzada–. Eres un llorón.
–¿Llorón? –se burló–. Cada vez que veo esos arañazos, todo lo que hago es excitarme.
Me quedé callada un minuto, meditando
–Más temprano dijiste que debíamos hablar.
Su semblante se ensombreció de pronto, su sonrisa se borró y sus músculos se tensaron.
–Sí –suspiró con cansancio–. Tenemos que hablar.
Me incorporé.
–¿Sobre qué?
–Yo creo que... –se puso una mano en la frente antes de arrastrar sus dedos hacia su cabello–. Creo que deberías quedarte en el departamento de tu hermana hasta que Nico regrese por ti.
Sentí un nudo en mi estómago.
–¿Por qué?
–Después de lo que sucedió esta tarde... pienso que es lo mejor –se sentó para encararme–. Debes alejarte de mí, por tu bien.
Me puse de pie.
–Eso no tiene sentido.
Él se levantó, siguiéndome.
–Por supuesto que lo tiene. Cada vez me cuesta más mantenerme lejos de ti...
–¿Tanto te desagrado?
Largó un suspiro de frustración.
–No, no quise decir... –cerró la distancia que nos separaba–. Es todo lo contrario, Luciana –atrapó mi rostro en sus manos–. Escucha, soy peligroso para ti. Tenemos que terminar con esto para siempre. Estoy tratando de protegerte... de mí.
Luché para contener las lágrimas.
–Es demasiado tarde para pedirme que me aleje –refuté–. Sebastián, yo... –me tomé unos segundos para respirar–. Es tarde, yo me entregué a ti, te di todo lo que tenía. ¡Te entregué mi virginidad! ¿Crees que me acuesto con todos los hombres que encuentro? ¿Crees eso?
Su rostro se mostró más serio.
–¿Por qué yo? ¿Por qué me dejaste ser el primero?
Estreché mis ojos en los suyos.
–Eres un imbécil.
Cuando intenté poner distancia entre los dos, agarró mis brazos.
–Contéstame.
–¡Lo sabes!
–No lo sé. ¡No tengo una maldita idea!
Sin poder detenerme, me puse a llorar.
–No puedes hacerme el amor las veces que te apetezca y luego mandarme a la mierda. ¡No puedes! ¡Eres un idiota! ¡Te detesto!
Me limpié las lágrimas con el interior de mis muñecas.
–¿Qué es lo que pensaste? ¿Que iba a casarme contigo sólo porque nos acostamos? ¿Que me había enamorado de ti? –resopló–. Sí, he escuchado esa historia antes... –iracunda, comencé a darle puñetazos en el pecho–. ¿Acaso no lo entiendes? –susurró cerca de mi rostro. Sus labios rozaban los míos al hablar–. Soy un tipo problemático, un ladrón, un asesino. Alguien capaz de hacer daño indiscriminadamente, alguien que utiliza a las mujeres. Consumo drogas, me pongo ebrio. Debes, maldita sea, alejarte de mí. Es por ti, ¿lo entiendes? No puedo permitirme hacerte daño. Soy capaz de llevar a cualquier persona a la perdición, a la locura, ¡al suicidio!
Me quedé en silencio, asimilando sus palabras.
Se refería a su madre.
–Eso no fue tu culpa.
–¡Cállate! –me gritó–. ¡Deja de ver en mí a alguien que no soy! ¡Soy un bastardo hijo de puta y no cambiaré jamás! Ni por ti, ni por nadie.
Mis piernas estaban tan débiles que me dejé caer sobre la alfombra despacio. Después de que Sebastián soltara mis brazos, me senté en el suelo, abrazando mis rodillas, ahogándome en mis propios sollozos.
Oí sus pisadas alejándose, seguidas por un estrepitoso portazo.
Se había ido.

Había llorado tanto que me había quedado dormida en el suelo. Desperté horas más tarde, aturdida por un sonidillo constante. Mi cara estaba marcada por las formas irregulares de la alfombra, mis mejillas continuaban húmedas y mi cuerpo se sentía pesado.
Cuando me levanté, advertí que el teléfono celular que Sebastián me había entregado se encontraba emitiendo una extraña luz mientras que vibraba, moviéndose por encima de la mesa de la cocina. Ése era el ruido que me había estado molestando.
Cogí el aparato y leí el nombre de Sebastián en la pantalla. Pulsé el botón verde, solamente para oír su voz un segundo después.
–¡Por fin respondes! –exclamó. Había algo extraño en su tono–. ¿Quién eres, por cierto?
Tardé un instante en responder.
–Soy Luciana.
–Luciana... –repitió de forma pensativa–. No, no te recuerdo. ¿Quieres venir a divertirte? –escuché risas en el fondo, voces de mujeres, grititos, gemidos–. Sí, nena, desnúdate –evidentemente, eso no iba dirigido a mí–. Entonces, ¿vendrás? Estamos pasándola bien...
–¿Dónde estás?
No dijo nada durante un largo momento.
–¡No lo sé!
–Sebastián...
–Adiós, eres aburrida.
–¡Sebastián!
La llamada se terminó.
Iracunda, arrojé al suelo un vaso con sobras de whisky que descansaba en la mesa. El cristal roto salió disparado por todas partes. Di varias respiraciones profundas antes de agacharme para recoger el desastre, pero mis manos trémulas terminaron heridas en el proceso.
Me limpié la sangre y envolví torpemente algunas vendas sobre mis palmas y entre mis dedos. Bebí un trago directo de la botella de whisky, esperando que el dolor se disipara, no sólo el que sentía por fuera. Sin embargo, acabé vomitando la bebida en el lavabo.
Lloré mientras humedecía mi cara con agua fría. ¿Por qué tenía que lastimarme así? ¿Por qué? En ese momento todo lo que deseaba hacer era derrumbarme sobre mis rodillas y dejar de sentir. Dejar de pensar.
Y lo hice.

Sentí que un par de brazos me cogían y una amable voz susurraba mi nombre.
–¿Luciana? Despierta, por favor –mi visión difusa enfocó una imagen trémula de Nicodemus–. ¿Qué significa esto? –alzó mis manos ensangrentadas con nerviosismo–. Luciana, háblame, responde –separé mis párpados lentamente–. ¿Qué te ha hecho?
Lloriqueé.
–Él... se fue.
Nico me observó con rigor.
–Sí, pero, ¿te hizo daño?
Eso dependía del punto de vista...
–No –apreté mis puños, incorporándome–. He sido yo misma...
–¿A dónde se fue?
Me pasé las manos por el cabello.
–No sé.
–¿Cuándo?
–Anoche.
De repente, la música infernal del teléfono celular volvió a repiquetear. Nicodemus saltó para contestar.
–¿Sí? –esperó–. Sí, lo conozco... Bien, aguarde –comenzó a colocarse su chaqueta mientras abría la puerta–. Estaré ahí en un minuto.
Agarré su brazo.
–¿Qué ha pasado?
–Un sujeto lo encontró tirado en un callejón. Al parecer perdió el conocimiento.
–Espera.
Me puse unos pantalones limpios y corrí detrás de Nico.
Un par de calles más lejos, hallamos a Sebastián. Se encontraba tumbado detrás de un contenedor de basura. En una mano aferraba una botella vacía de cerveza y en la otra un encendedor. Su chaqueta de cuero estaba abierta, mostrando su pecho desnudo, sus labios estaban ligeramente separados y el cabello le cubría los ojos.
Además de eso, había moretones y recientes contusiones por toda su piel. Sus nudillos estaban ensangrentados. Me arrodillé junto a su cuerpo, rozando con delicadeza las líneas de su cara, suavizadas por su estado de inconsciencia.
Nicodemus pasó el brazo de Sebastián por encima de sus hombros.
–Hermano –comenzó a alzarlo–. Despierta, ¿sí? Me estás preocupando.
Sus ojos se abrieron, pero aun así no parecía ver ni distinguir nada de lo que sucedía. Gruñó. Cuando regresamos al departamento, pareció vernos por primera vez.
–¿Quiénes... son ustedes? –interrogó.
Su mirada, aunque fija, parecía increíblemente distante. Su cuerpo estaba cubierto por una capa de sudor frío, sus puños cerrados temblaban. Mi pecho se apretó hasta doler. Nicodemus le puso las manos sobre el rostro.
–Sebastián, soy yo. Tu hermano.
Él se cubrió los oídos bajo sus manos y gritó, cayendo de rodillas.
–¡Bastardo! ¡Mi hermano está muerto! ¡Yo lo maté!
Me senté en el suelo, sosteniendo su cabeza contra mi pecho. Tuve que enredar mis brazos muy fuertemente alrededor de su cuerpo, pues las sacudidas que daba me hacían difícil sujetarlo. Las lágrimas rodaban involuntariamente sobre mis mejillas mientras mis dedos le acariciaban el cabello suavemente.
–Sebastián –le susurré al oído–. Mi hermoso... dulce ángel de alas rotas. Sé que te han hecho daño, lo sé. Pero tienes que ser fuerte, por favor, te lo ruego –acaricié su rostro cuidadosamente–. ¿Estás escuchándome? Confía en mí. Yo jamás te lastimaría, lo juro.
–Luciana –Sebastián me rodeó la cintura con sus brazos y presionó sus labios sobre mi clavícula–. No puedo creerte. Ella me juró lo mismo. Todos... me han hecho daño.
Ahora los dos llorábamos.
–Mírame –levanté su rostro para encontrarme con sus ojos enrojecidos–. Moriría... me mataría antes de herirte. Ojalá me dejaras sanarte. Quiero salvarte, quiero demostrarte quién eres en realidad –cuando deslicé mi mano hacia su espalda, todos sus músculos se tensionaron y su cuerpo se estremeció. Sus ojos se cerraron con fuerza–. Tienes que creerme, tienes que confiar en mí.
Mientras recorría con cuidado los contornos de las cicatrices de su espalda, dibujando formas con mis dedos, su musculatura comenzó a relajarse. Tenía que demostrarle que no todos los que lo tocaban, le hacían daño. Presioné mis labios contra su sien al tiempo que le susurraba palabras tranquilizadoras al oído.
–Perdóname –me pidió–. Por favor, perdóname. Él vino a llevarte, ¿no es así? –se refería a Nicodemus–. Si te quedas, esto no volverá a suceder. Yo... no voy a abandonarte... me desintoxicaré. Y... dejaré que me cures. Lo necesito, te necesito. Tienes que... salvarme, por favor. Por favor.
Asentí.
–Está bien, pero debes prometerme que no vas a derrumbarte nunca más. No puedo soportar verte así, me duele.
Durante largos minutos nos quedamos en silencio, deleitándonos con el placer de mirarnos. Sus ojos tenían esa mirada distante de pupilas enormes. Escuché que Nico se aclaraba la garganta.
–Luciana –prorrumpió–, tengo que ir a ver a Dolabella, pero vendré pronto a buscarte, ¿está bien? –asentí–. Ten cuidado con... él. No voy a demorarme.
Un segundo más tarde, Sebastián y yo nos encontrábamos a solas, acompañados únicamente por el sonido de nuestras respiraciones. Sus manos atraparon las mías.
–Tus manos... –dijo al percatarse de mis heridas.
–Estoy bien.
–Estás sangrando...
–No digas nada –acaricié su rostro con el puente de mi nariz–. Shh –besé su boca–. No hables –volví a besarlo–. Sebastián... yo... te amo.
Retrocedió, tal como si le hubiera abofeteado. Sujetó mi rostro.
–¿Qué estás diciendo?
Demoré un par de segundos en contestarle. Estaba aterrada.
–Te amo –repetí–. Te amo...
–No, no –puso una mano encima de mis labios–. ¡Calla! Tú no me amas.
Retiré la mano que me cubría la boca.
–Lo hago, ¡me enamoré de ti!
–No es verdad, eso no es cierto. El amor no existe, Luciana, eres una ilusa. Y, si existiera, nadie iba amarme, no a mí. Un tipo como yo no merece ser amado por nadie, ¿comprendes? La gente no me ama, me lastima. Fui hecho para recibir y dar golpes.
Nos pusimos de pie. Él caminaba en círculos, exaltado. Yo le miraba, inmóvil.
–Entonces, ¿cómo explicas lo que siento ahora? ¿Cómo explicas que... que no pueda respirar cuando estás lejos? ¿Qué significa el temblor que provocas en mi pecho o el miedo que tengo de perderte?
Me miró con furia.
–¡Sé lo que crees sentir! Pero... estás confundida –me empujó contra la pared, agarrando mis brazos–. Es una ilusión.
Sacudí la cabeza.
–No lo es. ¡Sé lo que siento!
–¡Joder, no! ¡Tú no me amas!
–Que tú seas incapaz de amar no significa que yo también lo sea. ¡Te amo! Estoy muriéndome por ti. ¿Acaso no te das cuenta? –su cara estaba ensombrecida por sentimientos escondidos tras la rabia. No dijo nada más–. ¿Qué hago? –tomé su rostro y lo besé de forma desesperada–. ¿Qué debo hacer para demostrarte que te amo? ¿Qué prueba necesitas? Haría cualquier cosa...
Comencé a empujar su chaqueta fuera de sus hombros mientras dejaba mordidas a lo largo de su cuello esbelto. Por un momento él permaneció inmóvil ante mi arrebato, inmutado y tenso. Después decidió presionar su cuerpo al mío, aplastándome contra la pared, y me arrancó la camisa, pasándola por encima de mi cabeza.
Enredé mis piernas alrededor de su cintura al tiempo que sentía su boca besando mis senos por encima de la tela del sujetador. Mi espalda se arqueó.
–Dime, ¿qué debo hacer para demostrártelo? –gemí, deslizando mi mano por encima de su pecho antes de estacionarla en el botón de su pantalón.
La piel de su torso desnudo quemaba la mía.
–Calla –repitió, penetrando mi boca con su lengua para silenciarme.
Sus caderas empujaron las mías en un movimiento constante que me hacía volverme loca en sus brazos. Él me veía retorcerme, completamente estoico. Sin embargo, sus ojos brillaban por el deseo. Traté de abrir el cierre de su pantalón, pero me detuvo.
–No tan rápido, hermosa.
Agarró mis muslos, desprendiéndolos de su cintura. Me dejó en el suelo y me dio la vuelta en sus brazos. Esta vez, mis pechos estaban aplastados contra la pared, al igual que mis manos, las cuales estaban clavadas por el agarre que mantenía sobre mis muñecas.
Sus dientes le dieron una mordida a mis hombros, dejando enrojecida mi piel. Luego alivió el ardor con una lamida suave, seductora. Sentí su nariz acariciando mi nuca, dando una respiración profunda, olisqueándome. Su aliento entrecortado rozaba la base de mi cuello.
Su boca descendió despacio, dejando un camino de besos tatuados en mi piel. Con sus dientes, desabrochó mi sujetador. Me estremecí cuando comenzó a besar la cicatriz de la flagelación que se extendía sobre mi espalda.
–¿Qué... haces? –jadeé.
–Tengo que... memorizarte.
Sus manos liberaron la mías para ahuecar mis senos. Se tomaron un tiempo masajeándolos delicadamente antes de recorrer mi cintura, avanzar sobre mi vientre e introducirse en mi pantalón de jean. Sentí sus dedos moviéndose bajo la tela de mis bragas, acariciándome entre las piernas. Grité.
Una de mis manos se convirtió en un puño, el cual golpeé contra la pared mientras la otra se aferraba a su brazo, rasguñándolo. Escuché que Sebastián largaba un profundo sonido gutural. Parecía disfrutar cuando mis uñas se enterraban en su piel, parecía regocijarse con el sonido de mis gritos.
Una y otra vez, me hizo gritar su nombre con su simple tacto. Hasta que no creí poder soportar otro segundo de esa deliciosa tortura.
–No puedo... más. No puedo –jadeé.
Mi pecho ascendía y descendía a un pesado ritmo interrumpido. Toda mi piel estaba ruborizada y el sudor comenzaba a humedecer mi cabello. Mi corazón latía a toda velocidad.
Él apoyó una rodilla en el suelo y empezó a besar mis piernas por encima de la tela vaquera. Su boca parecía estar por todas partes, sobre mis muslos, en mis caderas, glúteos, rodillas, tobillos.
Sus manos tiraron de mi pantalón hacia abajo, arrancándolo de mi cuerpo mientras sus labios trazaban otro sendero sobre mis piernas desnudas. Temblé mientras él besaba la parte interna de mis muslos tersos.
A continuación, se puso de pie, juntando su pecho a mi espalda. Y me tomó, haciéndome suya. Lloriqueé de placer, deshaciéndome en sus brazos una y otra vez hasta que pensé que podría desmayarme. Hasta que me hizo clamar en voz alta, con lágrimas en los ojos, que lo amaba.
Terminamos tumbados en el suelo, respirando de forma fatigosa y alterada. Uno junto al otro, mirándonos. La tristeza en sus ojos me hacía querer llorar. Todavía tenía esa mirada que parecía perderse en la lejanía.
–Sebastián –susurré–. Dijiste que nunca tuviste sueños. Pero, ¿qué tal ahora? ¿No hay nada en el mundo que desees?
Para mi sorpresa, asintió.
–Hay algo que deseo, pero no me atrevo siquiera a soñarlo. Es imposible.
–Para que un sueño se haga realidad primero debes soñarlo.
–Querer algo que nunca tendrás es doloroso. Soñar es más duro de lo que parece.
Él suspiró, frotándose las sienes con los dedos como si padeciera de un insufrible dolor de cabeza.
–Quiero que me prometas que vas a estar bien –le pedí–. No quiero que vuelvas a caer.
–Déjame en paz –refunfuñó.
–Sebastián, prométemelo –hablé con autoridad–. No puedo ayudarte si tú no me dejas hacerlo. Si quieres que permanezca a tu lado, no volverás a consumir drogas, no volverás a emborracharte, no volverás a robar, no llevarás armas encima. Quiero tu palabra. O me iré para siempre, ¿lo entiendes? Te dejaré solo.
–No hablas en serio –rezongó, esquivando mis ojos.
Puse mi mano en su mejilla.
–Hablo muy en serio. Quiero salvarte más de lo que tú lo quieres. Deja que te ayude, deja que te quiera, que te cuide. Te lo ruego. No quiero nada a cambio, salvo esa promesa.
En el silencio, Sebastián parecía tener una batalla consigo mismo. La espera me parecía eterna.
–Lo prometo –dijo finalmente.
Y supe que era el comienzo de algo.

31 comentarios:

terelú dijo...

Que pena infinita.
Me has echo llorar mucho.
¿Por qué Sebastián está tan roto? Me lastima, siento en vacio en mi corazón.



No quiero que termine, me ha encantado esta historia.

Un abrazo, steph!

Terelú.

Anónimo dijo...

Me encanto el capitulo.
Sinceramente ya no creo en Sebastian
El no merece a luciana.

Anónimo dijo...

Genial capitulo.

Anónimo dijo...

Steph
Sebastian es un completo imbecil,
No se como es que lo adoras tanto?

Anónimo dijo...

Ya quiero leer el final. Quiero leerlo. Amo los finales.

Anónimo dijo...

¿Amas los finales?
Yo los odio.
Estoy muy triste.
Ha un capitulo del final.
No lo puedo creer.

Anónimo dijo...

Steph hablemos claro
Sebastian es un puto
Nicodemus es un angel.
Luciana es una tonta.
Dolabella es... No se.
Pero aun asi amo a los personajes.

Anónimo dijo...

No se que decir. Simplemente que no puedo creer que se acabe en el proximo capitulo.
¿Tendra epilogo?
¿Que significa epilogo, prologo?

Anónimo dijo...

Amo tus novelas.
Las amo todas.

Anónimo dijo...

Sube sube sube sube sube sube sube sube sube sube sube.
Ya quiero leer el finaaalllllll

Anónimo dijo...

¿Que siente cuando terminas una novela?

Anónimo dijo...

Me encanto
Me facino.
En fin... ¿Que mas puedo decir? No soporto esperar, pero se que la espera valdra la pena.

Anónimo dijo...

Alas rotas ha sido fantastica.
Siempre he amado tus novelas.
Llegue cuando recien publicabas Angeles noctambulos, me recuerdo de esa novela.
Amo tus novelas.

Anónimo dijo...

Eres una GENIA
Mis respetos hacia tí.

Anónimo dijo...

Creo que tu eres una escritora estupenda. Pero ten cuidado con las editoriales. Conosco a una chica que envio hace un año su novela a editorial y resulta que hace poco una escritora de esa editorial ya famosa saco un libro extremadamente identico.
No confies

Anónimo dijo...

Peace and love
Pero esta novela es ...
Rock and roll

Anónimo dijo...

Creo que no quiero leer el final.
Estoy ansiosa.

Anónimo dijo...

Estoy super extremadamente ansiosa de leer el final.
Esta novela marcara historia.
Tu la marcaras.
Aaaahhhh
Quiero que saques zukunft en papel.

Anónimo dijo...

Sebastian te odio.
Eres tan idiota que te odio y lo peor es que no me das
Lastima.

Anónimo dijo...

Quiero final ya...

Anónimo dijo...

El capitulo estuvo magnifico.
La novela ha estado genial y se que el final estara mejor.
Eres una muy buena escritora

Magnifico dijo...

Alas rotas ha estado fuera de serie.
Me encanto, estuvo fantastica y tu nunca
De los nunca decepsionas con tus novelas
Espero que pronto tengas tu libro en manos.

Anónimo dijo...

Quiero ya el final.
No quiero esperar tanto
Tu mereces todos los comentarios del mundo.
Amo como escribes steph y la verdad que eres una
Excelente escritora. Muchas felicidades

Anónimo dijo...

Sebastian
Eres un completo idiota,
Pero te amo.
Aunque amo mas a Nicodemus.

Anónimo dijo...

Jerry, corazón ¿que le estas haciendo a Damien y Joe? No seas cruel con ellos.
Aunque sigue torturandolos.
Eres el mas guapo siempre.

Anónimo dijo...

¿Ya tienes comenzada Los pecados de Estauce?
Estoy emocionada con esa novela.
Siempre he sabido que Estauce tendria su propio libro.
¿Cual de tus protagonistas masculinos es tu favotito?
¿Cual femenina es tu favorita?
¿Cual segundario es tu faorito?

Anónimo dijo...

Se que me sorprenderas con el final.

Anónimo dijo...

Sebastian e tan idiota
Pero luciana se enamoro y contra eso no podemos hacer nada.

Anónimo dijo...

¿Ellos tuvieron sexo en un callejon a plena luz?
¿Ellos de verdad tuvieron sexo en la terraza?
Sebastian le esta enseñando cosas inapropiadas a Luciana.
No puedo creer que ya acabe.

Anónimo dijo...

Tu siempre me dejas sin palabras
Haces magia.
El penultimo capitulo me encanto. Sin duda alguna el mejor. Luciana confeso sus sentimientos.
Sebastian siempre me confunde.
No se si el es el malo de la historia o el bueno. No se que pensar.

LittleMonster dijo...

Steph el capitulo estuvo picante como decia la abuela francesa de Angelique y al mismo tiempo estuvo muy triste y conmovedor, no puedo creer que solo falte un episodio! :S pero estoy emocionada por leer Los pecados de Eustace a si que por favor dime que la publicaras en algun lado, quiero ver que responde a lo que le pregunte xd jaja oye perdon por no haber comentado estos ultimos capitulos pero no tenia mucho tiempo debido a tareas o examenes, a veces duraba unos cuantos dias leyendo solo un capitulo por partes :S y este sera el comentario numero 30! jaja aqui sigo Steph!!

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