.

.

Translate

Nota: Está prohibida la republicación, copia, difusión y distribución de mi novelas en otras páginas webs.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Capítulo 22: Morir de Amor





Capítulo 22: Morir de Amor

Sebastián se incorporó, respirando con dificultad.
–¿Estás bien?
Cuando puse mi mano sobre su hombro, la retiró.
–No me toques.
Afligida, mantuve la distancia. ¿Por qué estaba enojado ahora? Empezó a vestirse.
–Debo salir.
–¿A dónde?
–A comprar algo para comer.
–Iré contigo.
–No.
Cuando se movió para atrapar las llaves, las agarré primero.
–No saldrás.
Largó un bufido.
–Y, ¿tú vas a impedírmelo?
–No si me llevas contigo.
–Dame las malditas llaves.
Extendió sus manos, esperando que se las entregara. Las oculté tras mi espalda. De una zancada, cerró la distancia entre nosotros para coger mi brazo. Capturó mi muñeca.
–Abre el puño –me ordenó.
Sacudí la cabeza.
–¿Qué harás? ¿Usarás la fuerza bruta?
Se encogió de hombros.
–Tal vez.
Chillé cuando intentó abrir mis dedos uno por uno.
–¡Me lastimas!
Me soltó.
–Dame las llaves.
–¿O qué?
–Estás intentando provocarme, ¿no es así? –de pronto, me agarró de la cintura y atrajo mi cuerpo hacia el suyo antes de empezar a besarme el cuello apasionadamente–. Entrégame las llaves o vas rogarme piedad –me amenazó mientras deslizaba sus dedos suavemente a través de mi columna vertebral. Involuntariamente, mi cabeza cayó hacia atrás, dejando expuesta mi garganta de mejor manera–. Dame tu mano, pitonisa.
Cerré mis brazos alrededor de su cuello, manteniendo las llaves en mi puño.
–No voy a dártelas –murmuré contra sus labios–. No irás a ninguna parte.
–Tú no irás a ninguna parte con este jueguito –sentí sus manos tocando mis muslos, avanzando en ascenso. Su boca bajó hacia mis pechos, tentándolos. Tuve que morder mi labio para contener un gemido. Él empujó mi mentón hacia abajo con su pulgar, deshaciendo la mordida. Mis labios permanecieron entreabiertos–. Deja que haga eso por ti.
Le dio una mordida a mi labio inferior antes de acariciarlo con la punta de su lengua.
–Basta, basta –empecé a darle puñetazos en el pecho–. Comprende que lo hago por tu bien.
–¡Joder, Luciana, si no me das las llaves, derribaré la puta puerta o te obligaré, de cualquier forma, a entregármelas! ¡Sabes que soy perfectamente capaz!
Iracunda, arrojé el llavero hacia el otro lado del departamento. Sebastián dio una respiración profunda y se movió para recogerlo antes de precipitarse hacia la puerta de salida. Cuando estaba a punto de marcharse, lo detuve, sujetando su brazo para evitar que abriera la puerta.
–Si sales de este departamento, no me encontrarás aquí cuando vuelvas –le advertí.
Se liberó de mi agarre de forma brusca. Por un momento creí que iba a irse, pero él apretó sus puños, se giró para apoyar su espalda contra la puerta y tomó una profunda bocanada de aire antes de deslizarse hacia el suelo.
Su valentía me hizo sentirme orgullosa. Aun así parecía disgustado y perdido. Me senté frente a él, queriendo tocarlo, pero sin atreverme.
–¿Qué sucede?
–Nada.
Tal vez necesitaba tiempo... o espacio. Ninguno de los dos volvió a decir nada durante al menos treinta minutos. Yo lo contemplaba mientras que él tenía la vista fija en el suelo. Era como si intentara esquivar mi mirada.
Estaba muriéndome por abrazarlo, ansiando su tacto. Su belleza era insuperable e irracional. Exótica. Nunca, en ningún lugar del universo, volvería a hallar a un hombre cuyos ojos fueran igual que el fuego violeta atravesado por un destello de plata. Jamás encontraría en otra parte esa mirada rebelde, oscura, ensombrecida por aquellas cejas gruesas.
¿Y su piel de bronce? Ésa que cualquier mujer desearía tocar para asegurarse de que era real. Su cuerpo perfecto, capaz suscitar lujuria en la más casta de las damas. Su cabello blancuzco, que caía sobre sus ojos y cuello, aquel en el que anhelabas enterrar tus dedos mientras esos divinos labios te hacían el amor.
–Tengo que darme una ducha –profirió. Cuando se levantó, lo imité. Se volvió hacia mí, sañudo–. ¿Qué? ¿Vas a seguirme hasta el baño? Porque, si quieres ducharte conmigo, no voy a oponerme.
Suspiré, irritada.
–No iba a seguirte.
Sin responderme, se encerró en el cuarto de baño, dando un portazo. Entretanto, me puse ropa limpia y mordisqueé algunas galletas saladas al tiempo que escuchaba el sonido de la ducha.
Mi mente evocó una imagen de Sebastián desnudo, empapado por el agua tibia, frotando su paradisíaco cuerpo con el jabón que le daba ese olor tan masculino y fresco. Un cosquilleo tenaz asaltó mi vientre bajo.
Transcurrió una hora en la que permaneció encerrado. El agua aún se escuchaba correr. Llamé a la puerta, pero no me contestó. Mi corazón latió con prisa cuando giré el pomo para abrirla. Lo encontré inclinado sobre el lavabo, aspirando una línea de polvo blanco.
El alma se me cayó a los pies, sentí mi corazón quebrarse en pedazos, hiriéndome el pecho. Sebastián se irguió, sorbió su nariz y atrapó mis brazos antes de que pudiese salir corriendo.
Su rostro era una máscara imperturbable, su mirada era distante e impenetrable. No sabía si estaba furioso o sorprendido. Tal vez era una extraña mescolanza de ambos. Se limitó a observarme mientras su pecho ascendía y descendía pesadamente.
Lágrimas ardían en mis ojos.
–Me lo prometiste –musité, devastada–. Debí saberlo –tiré de mis brazos para desasir su agarre–. Adiós, Sebastián. Ten una linda vida.
Él permaneció inmóvil y taciturno.
–Adiós –respondió después de cuantiosos segundos.
Y corrí sin rumbo fuera del departamento.
No llevé nada conmigo, salvo el dolor, que no me dejaba pensar con claridad. No se me ocurrió que no tendría a dónde ir, o cómo llamar a alguien. Pero no fue necesario plantearme esas preguntas cuando, por arte del destino, Nicodemus apareció para sostenerme en sus brazos antes de que me desplomara en medio de los pasillos.
Él había prometido regresar. Y ahí estaba. Nunca me había defraudado.
Comencé a llorar en su pecho.
–Llévame de vuelta a Etruria –le supliqué–. Yo... –un sollozo ahogó mis palabras–. Lo amo. Y me hará daño.


Un mes más tarde...

Incapaz de continuar, me levanté del trono para regresar a mis aposentos. Me costaba demasiado ser reina, me dolía. Mi padre me había legado un reino de miseria, pobreza y escasez.
Cada vez que un aldeano se presentaba a una audiencia, rogándome que le otorgara dinero para sus hijos, llorando la muerte de sus familiares debido a los días del alzamiento, o rogándome que le devolviera la paz a Etruria, la desdicha me embargaba.
El "Gran Sacrificio a los Dioses" había dejado numerosas víctimas, al igual que las guerras constantes entre las legiones de mi padre y aquellas rebeldes, en las que habían involucrado injustamente al pueblo. Demasiados muertos caminaban en este reino. Demasiada culpa, demasiado peso recaía en mis hombros.
A pesar de que Nicodemus me había prometido cuidar de mis hermanas, Clementine había muerto luego de ser secuestrada por los soldados del rey. Eso era lo que él aseguraba. El resto de mis hermanas, aunque estaban bien ahora, habían sufrido bastante.
En los últimos días había entregado tanto dinero al pueblo para cubrir sus necesidades que en el castillo nos vimos obligados a despedir a una gran cantidad de empleados. No podía pagarles, o alimentarlos.
Nico seguía a mi lado, ayudándome a gobernar. Cada día me juraba que estaba haciendo bien mi labor, que era una excelente reina. Pero yo sabía que mentía. A él le gustaba reinar y lo hacía mejor que yo. Era más inteligente y organizado.
Era mi esposo públicamente. Amante de mi hermana en privado. Por supuesto, nosotros no teníamos ninguna relación física. Todo lo que nos unía era un reino, un anillo de oro y una profunda amistad.
Luego de que mi padre fuese aprisionado en las cárceles de Populonia, Dolabella había regresado para estar junto al padre de su hijo.
Mientras que yo moría cada día.
¿Se podía morir de amor? Porque a mí me parecía estar falleciendo a cada segundo. El aire se sentía tan espeso, tan difícil de respirar. Durante las últimas semanas apenas había logrado dormir o comer. El apetito lo había perdido por completo. Por las noches me tumbaba en mi gigantesca cama vacía y cerraba los ojos, deseando hallar a Sebastián Von Däniken. No obstante, todo lo que encontraba eran pesadillas agobiantes.
Me quité la corona antes de desplomarme sobre el sillón de mi mesa de tocador. Coloqué mis manos temblorosas sobre mi cabeza mientras las lágrimas se apoderaban de mis ojos. ¿Qué tenía que hacer para olvidarlo?
No era justo que cada día y cada noche tuviese que llorar por él. No era justo que no pudiese sacarlo de mi cabeza. Algunos días estuve tan desesperada por borrarlo de mi memoria que había recurrido a vampiros o seres que tuviesen la habilidad de desaparecer mis recuerdos acerca de Sebastián.
No obstante, me daba miedo. Me daba miedo olvidarlo. ¿Por qué? Me daba miedo perder el recuerdo de su risa, de su voz seductora, de su mirada sensual, de su cuerpo contra el mío, de sus manos en mi piel, de esa sonrisa secreta que compartía conmigo, de la sensación de su cabello entre mis dedos, de su boca, de sus labios, de los besos que me daba.
A veces me hacía sonreír el recordar todo eso. Imaginaba que estaba cerca, diciendo sus vulgares frases de coqueteo o haciendo sus chistes satíricos. Hablándome al oído, deslizando sus dedos sobre mi nuca, respirando contra mi cuello.
Yo estaba consciente de que, si perdiera mil veces la memoria, o viviera otras mil vidas, no podría olvidarlo. Necesitaba, por mi bien, sacarlo de mi cabeza, de mi pecho, de mi garganta, de todo mi cuerpo. Prefería desterrarlo, a seguir sufriendo.
¿Por qué no podía odiarlo? Era más sencillo de esa forma. De hecho, yo debería haberlo odiado. Pero no lo hacía. ¿Cómo es que continuaba amando a un hombre que nunca sintió nada por mí? No podía seguir viviendo de esta forma. Mi alma no lo soportaría. Cada día era más difícil para mí levantarme de la cama, continuar andando, dejar de pensar.
Me sentía igual que un muerto viviente. Incluso peor, me sentía igual que una prisionera.  Sentía que continuaba en las mazmorras de Populonia, con el peso de los grilletes impidiendo que me moviera, con el cuerpo adolorido, con un verdugo flagelando mi espalda, obligándome a caminar.
Pero no estaba en ese lugar. Por más que observara mis muñecas, no alcanzaba a ver los grilletes. Entonces, ¿qué era ese peso invisible que me hacía derrumbarme? Y, si no había nadie fustigándome, ¿qué me obligaba a seguir? ¿La inercia? ¿El deber? ¿El continuar viva a pesar de que mi corazón había dejado de latir? A pesar de que me estaba desangrando por dentro.
Algunas veces deseaba hacerme sangrar, lo suficiente como para asegurarme de que continuaba con vida. Porque yo me sentía muerta, atrapada. Mi fuerza de voluntad y mi hermana habían impedido numerosas veces que me hiciera daño a mí misma. Todo lo que yo quería hacer era acurrucarme en un rincón y desaparecer.
¿Cómo es que había sobrevivido antes de conocerlo? ¿Cómo es que había soportado la vida antes de amarlo? Por más que intentaba recordar esas respuestas, no lo lograba.
Nicodemus entró en mi habitación. Minutos antes, yo le había visto levantarse de su trono para perseguirme. Maldije por no haberle puesto el pestillo a la puerta. Fingí que no le escuché entrar y oculté mi rostro, descansando mi frente contra mi antebrazo.
Oí que una silla rodaba junto a la mía. Mi cabello había crecido hasta mi cuello con rapidez, de modo que Nico lo colocó detrás de mi oreja con sus dedos. Su tacto era igual de gélido que siempre. Sabía lo que estaba a punto se decir.
–Debes regresar, tu pueblo te necesita.
Yo debía decir ahora que no podía, que no era capaz. Y Nicodemus me reconfortaría con una mentira. "Eres una gran reina".
Decidí cambiar mis líneas.
–¡Vete! –sollocé–. Estoy... cansada –mi voz trepidó hasta convertirse en un susurro–. No puedo seguir fingiendo que no me estoy muriendo a cada segundo. ¿No lo entiendes? Cada día es... más difícil seguir respirando.
Me atrapó en sus brazos.
–Luciana...
–¿Qué? ¿Vas a decirme que estoy haciendo un escándalo de niña malcriada? ¿Que me comporte como una mujer?
–No, no –me besó en la frente–. Yo sé cuánto te has esforzado para seguir de pie. Lo sé. Dolabella ha llorado cada noche sobre mi regazo por ti. Cada vez estás más delgada y demacrada. Todos los días nos preguntamos si sobrevivirás. Te lo ruego, sé fuerte. Un poco más, sólo un poco. Resiste y te prometo que estarás bien.
Negué lentamente con la cabeza.
–Ya no puedo –musité.
Ahora comprendía a Sebastián. Comprendía lo que significaba padecer de un dolor tan profundo que te hiciera querer morirte para evadirlo. Comprendía esa necesidad constante que tenía de escapar de la realidad, comprendía por qué consumía drogas y alcohol hasta caer desmayado. Comprendía su renuencia a amar, para evitar ser lastimado.
–Déjame sola –le pedí a Nico.
Entornó los ojos antes de echarle un vistazo al dormitorio con detenimiento.
–Yo... no estoy seguro de que debas estar sola. Conozco ese tono.
También lo conocía. El tono que usaba Sebastián para ocultar un "voy a cometer una locura y no te gustará".
–Por favor –insistí, tratando de no sonar desesperada.
Receloso, abandonó la estancia. Tan pronto como cerró la puerta, busqué esa botella de vino que había ocultado en uno de mis cajones y llené una copa. Me encerré a beber hasta que la botella se terminó y caí dormida, ebria, triste.
El dolor de cabeza me hizo lloriquear cuando me desperté. ¿Qué era ese sonido de mierda que repiqueteaba en mi cabeza? Ah, sí, llamaban a mi puerta.
–Adelante –gimoteé, aturdida.
Mi doncella, que era de las pocas empleadas que permanecían en el castillo, entró en el dormitorio, exaltada.
–Alteza, el Sr. Von Däniken quiere verla.
Me incorporé de golpe.
–¿Qué está diciendo? –me puse de pie, frotando mis adoloridas sienes. No podía creer lo que estaba escuchando–. ¿Quién le dejó entrar? ¡Tienes que pedirle que se vaya!
–Señorita, no puedo. Él está...
Cuando Sebastián apareció bajo el umbral, el tiempo pareció detenerse. Me quedé petrificaba, contemplándolo con incredulidad. Mis labios se separaron ligeramente al tiempo que mi criada escapaba de la estancia a toda velocidad. Mi corazón dio un vuelco cuando él cerró la puerta antes de inclinarse en una reverencia.
–Majestad.
Cerré mi boca para tragar saliva.
–Sr. Von Däniken.
Lucía igual que un ángel. Llevaba pantalones vaqueros, botas de cuero y una camiseta de franela que se le ajustaba perfectamente al pecho. Las mangas cortas me permitían contemplar sus exquisitos brazos musculosos. Estaba precioso, saludable. Muy distinto a mí. Sus ojos seguían teniendo ese brillo pícaro que me había esforzado en tratar de olvidar.
Me aclaré la garganta.
–¿A qué se debe su visita? –le interrogué con formalidad–. Su amigo Nicodemus está...
–No puedo vivir sin ti –prorrumpió. Solté un grito ahogado–. Luciana, estas semanas que he pasado lejos de ti han sido las más duras de mi vida.
Retrocedí un paso, a pesar de que él no estaba avanzando ninguno.
–Sebastián...
–Yo nunca había sufrido tanto –continuó–. Ni siquiera cuando recibía las palizas de mi padre, ni cuando moría de hambre en mi infancia,  ni cuando estuve en prisión, ni en las mazmorras de Populonia. Jamás había sentido un dolor semejante.
Las lágrimas no tardaron en humedecer mis ojos.
–Tienes que marcharte...
Dio un paso para sostenerme en sus brazos cuando mis rodillas flaquearon. Su cercanía me estaba mareando.
–Deseé morirme desde el momento en el que atravesaste la puerta para salir de nuestro departamento en New York. Lo único que me hizo sobrevivir, fue la esperanza de cambiar para ser el hombre que tú mereces. El hombre con el que sueñas.
Inhalé una bocanada de aire, limpiando mis ojos con la parte interna de mis muñecas.
–Tú eres y siempre fuiste el hombre de mis sueños.
Él se demoró en responder.
–Tú me convenciste de que soy incapaz de amar.
Sentí que algo pesado me aplastaba el pecho. Recordé las palabras que le había escupido aquella noche en un arrebato de furia. "Que tú seas incapaz de amar no significa que yo también lo sea".
–No –tomé su rostro en mis manos–. Estaba mintiendo.
Su mirada parecía triste.
–Te creí.
–¿Todavía lo crees?
Intentó esquivar mi mirada.
–No lo sé –admitió–. Yo... quiero estar contigo, pitonisa, sin hacerte daño. Desearía no herir a quienes amo, desearía no ser tan destructivo –hizo una pausa para respirar–. Soy el mismo tipo problemático que dejaste atrás hace un mes. Intenté cambiar, pero no he podido. Soy el mismo ladrón de mierda, excepto que ahora estoy desintoxicado y, gracias a ti, tengo un montón de sueños que anhelo hacer realidad.
Acaricié su frente, retirando los cabellos de su cara.
–¿Qué cosas sueñas?
–Sueño con que me des una oportunidad para demostrarte que esta vez cumpliré todas las promesas que te haga. Si lo haces, no te defraudaré otra vez. Sueño con ser el hombre que de verdad te merece. Sueño con pasar el resto de mi vida junto a ti, despertar a tu lado cada mañana, poder darte los doce niños que tanto quieres. Seis princesas y seis príncipes. Y deseo con todas mis fuerzas que tú sientas lo mismo. Que compartas este sueño conmigo, que me ames.
Mi cara estaba empapada de lágrimas.
–Te amo, te sigo amando –susurré–. Voy a amarte... –le di un corto beso– ...para siempre.
–Para siempre –lo escuché murmurar, perdido en mis labios. Sentí que su cuerpo temblaba–. Sabes a vino, preciosa. ¿Harás que me convierta de nuevo en un alcohólico?
Me reí.
–Te extrañé –le confesé–. Yo... no sé vivir sin ti. ¿Lo entiendes? No podía continuar... Creí que moriría.
–Shh –me hizo callar con sus labios–. No digas algo así jamás. Simplemente no vuelvas a abandonarme, porque no consigo estar lejos de ti. No puedo.
Miré sus ojos en busca de una respuesta.
–¿Qué haremos ahora?
Una sonrisa levantó las comisuras de sus labios.
–Dejarás que te desnude. Te haré el amor y nos marcharemos lejos de aquí, a cualquier parte del mundo en la que podamos estar juntos hasta morir.
Eso sonaba como un plan. Uno delicioso. Gemí cuando su lengua penetró en mi boca para acariciar mi paladar, para moverse apasionadamente mientras me saboreaba. Introduje mis dedos por debajo de su camiseta, sintiendo aquella caliente piel de seda que cubría los más suculentos músculos que un hombre podía tener.
Mientras ese perfume a canela aturdía mis sentidos, tiré de esta prenda hacia arriba, intentando arrancarla o hacerla pasar por encima de su cabeza. Cualquier cosa que sucediera primero.
Sus dedos lucharon contra los lazos de mi vestido y los broches de mi corsé. Con lo ebria que me había puesto esa noche, había olvidado de ponerme un camisón para dormir. Prácticamente había caído desmayada.
Sebastián maldijo entre dientes.
–He quitado camisas de fuerza y cinturones de castidad más rápido de lo que puedo quitarte este vestido. ¡He abierto cajas fuertes más rápido! Estas cosas hacen que sea realmente difícil desnudar a una mujer.
Solté una risita coqueta mientras le ayudaba a desnudarme. Lentamente, comencé a deshacer los complejos broches, uno a uno.
–Tal vez hacen que un hombre valore más el regalo que desenvuelven.
Sebastián pareció confuso por mi comentario.
–No lo entiendo. ¿Te llamas a ti misma premio o regalada?
Abrí la boca ampliamente antes de largar una sonora carcajada.
–¡Sebastián!
–Hmm... –me mordió un labio–. Mataría por oír esa risa durante el resto de la eternidad. No tienes idea de cuánto me hizo falta escucharte –un ruido ronco salió de mi garganta cuando sus dedos me acariciaron un seno–. Olerte –deslizó la punta de su nariz desde mi cuello hasta mi oreja antes de mordisquear esta última. Un escalofrío se apoderó de mi cuerpo–, sentirte...
Cuando se deshizo de la parte de arriba de mi vestido y de mi corsé, me empujó hacia la cama y me aplastó con su cuerpo. Sus dedos recorrieron mis costillas. Su rostro se ensombreció.
–Detesto verte así.
Se refería a mi delgadez.
Puso una mano sobre mi mejilla para acariciar mis pómulos con su dedo pulgar como si eso pudiese borrar las sombras bajo mis ojos o el rastro permanente de mis lágrimas.
–Traté de ser fuerte –murmuré–. Casi no lo logré.
–¿Has intentado hacerte daño?
–No a propósito. Sin embargo, tantas veces me pasó la idea por la cabeza... De haberte tardado un día más, no sé lo que habría sido de mí.
–No me habría perdonado que algo te sucediera –el dorso de su mano acarició mi mejilla húmeda–. A partir de ahora, te daré de comer montañas de chocolate.
Enarqué una ceja.
–¿Y qué más?
Se rió roncamente contra mi boca al tiempo que me besaba.
–Sabes que más –me respondió. Por debajo de mi falda deslizaba sus manos a lo largo de mis piernas desnudas, de arriba a abajo, ascendiendo hacia mis muslos–. Yo también podría comer chocolate –me dio una gentil mordida cerca de ombligo–, de tu cuerpo.
–Sebastián –le hice detenerse–. ¿Has estado con locas?
No había pasado por alto su comentario de la camisa de fuerza. La sonrisa diabólica que esbozó fue preciosa y atemorizante.
–¿Celosa?
–Sí –admití–. Quiero que seas solamente mío. No quiero compartirte.
Le escuché gruñir de satisfacción.
–Ésa es mi chica –había sonado posesivo al hablar–. Mía. De nadie más –me arrancó la falda de un tirón–. Sabes que también me has vuelto loco de celos, ¿verdad? Cada vez que alguien te miraba, cada vez que alguien te tocaba... quería matarlo. Y temía que cuando viniera a buscarte, hubieras encontrado a otro. El príncipe. El maldito príncipe que quieres.
Gemí debido al empuje de sus caderas contra las mías y a la sensación de su desnudo pecho aplastando mis senos.
–No quiero ningún príncipe. Te quiero a ti. Fuiste el primero... –introduje mis manos en su pantalón–. Y serás el único.

Más tarde, nos encontrábamos sudorosos, tumbados, respirando de forma entrecortada. Me recosté en su pecho y besé su pectoral.
–Perdóname –me suplicó en un susurro mientras me acariciaba el cabello con los dedos–. Perdóname por todo el daño que te hice.
–Lo haré si me juras que nunca vas a dejarme.
–No voy a dejarte. Jamás. Tengo más miedo de que seas tú la que me abandone de nuevo. Ya sabes que te necesito.
–Yo también te necesito. Te amo.
Cuando le dije que lo amaba, advertí que su corazón se aceleraba. No obstante, no obtuve una respuesta de su parte. Esperaba escuchar que me amaba también, pero hasta ahora no me lo había dicho. Él no iba a decirlo porque yo lo quería oír. Lo diría si lo sentía.
Y tal vez era muy pronto.
¿Cuándo me había enamorado tan perdidamente de este hombre? Era adicta a su olor a canela, a su sabor picante, a su tacto.
–Será difícil que nos escapemos juntos –dijo de pronto–. Eres la reina de Etruria, no puedes simplemente desaparecer.
Llevé mi mano al hueco de mi cuello, donde reposaba un colgante que había adquirido en mi visita al pueblo con Sebastián y Nicodemus hacía más de un mes. Era una pequeña esfera trasparente.
Distraída, observé con atención la diminuta bola de cristal, la cual comenzó a calentarse en mi puño antes de tornarse de un matiz rosáceo. Repentinamente, pude ver imágenes dentro de la esfera.
Vislumbré un jardín con abundantes flores exóticas, oscurecido bajo la sombra de los árboles. Y, dentro de una cueva adornada con enredaderas de hierbas, había un ataúd de cristal en el que habitaba un cuerpo.
El mío.
Fue entonces cuando todo cobró sentido y entendí el significado de cada una de las visiones que había tenido anteriormente.
–Sebastián –balbuceé–. Tengo que fingir mi muerte.
Él hizo un mohín.
–¿Qué?
–Eso es, ¡sí! –me senté sobre mis talones–. Si yo estuviese muerta, podría desaparecer. Y, al cabo de un tiempo, Nicodemus podría casarse con Dolabella con la bendición del pueblo. Ellos gobernarían juntos. Bella es una reina innata.
Sebastián sonrió con astucia.
–Y nosotros podríamos huir lejos para jamás regresar.

–No puedes contarle a nadie –le pedí a Bella luego de haberle explicado mi plan–. Ni siquiera a nuestras hermanas. Únicamente Nico, Sebastián, tú y yo sabremos que no estaré muerta en realidad. Nadie más en Etruria debe saberlo nunca.
Mi hermana aspiró una gran bocanada de aire antes de lanzarme una mirada estricta.
–¿Estás segura de esto? –me cuestionó por enésima vez.
–Por supuesto. Mi muerte garantiza mi reputación y la tuya. Sabes que si desaparezco, los cotilleos de que he escapado con un hombre no dejarán de resonar. Asimismo descubrirán, tarde o temprano, que Nicodemus es tu amante. Es la coartada perfecta. Ustedes pueden visitarnos tantas veces como quieran, viviremos en Somersault.
Ella dejó escapar el aire que había tomado.
–La única razón por la que aceptaré es porque deseo que seas feliz. No quiero que jamás vuelvas a sufrir de la forma en la que lo has hecho este mes.
–Antes del amanecer, beberé este veneno –le mostré un frasco–. Me hará parecer muerta, mas yo podré sentir y escuchar cada cosa que suceda a mi alrededor. Cuando mi doncella entre a mis aposentos para despertarme, encontrará un cuerpo inmóvil. Quiero que armes un gran escándalo, que hagas un enorme funeral. Quiero que todo el reino esté invitado, desde los más pobres esclavos hasta la alta nobleza.
–Adornarás un ataúd de cristal con flores –le expliqué–, me vestirás en un vestido rojo y colocarás mi cuerpo en aquella cueva del invernadero. De modo que las personas puedan entrar individualmente a contemplarme. Sebastián será el último en visitarme, puesto que él robará sigilosamente mi cadáver. Para la mañana siguiente, estaré despierta, en la Ciudad Violeta.

Era como estar atrapada dentro de mi propio cuerpo. En la oscuridad. No podía moverme, ni siquiera para abrir los ojos. Aun así, podía oler el aroma de las flores que habían colocado en mi lecho y sentir algunas espinas enterrándose en mi piel. El ambiente era silencioso, por ahora.
Las personas se acercaban, pero no me decían mucho. A pesar de que yo realmente no tenía amigos, el funeral estaba repleto. Algunos aldeanos se lamentaron. "Pudiste haber sido una buena reina, eras distinta a tu padre", les escuchaba decir. Había personas que, en voz baja, me confesaban que creían que había muerto de soledad o desamor.
Es divertido darse cuenta de que todo el mundo comienza a apreciar a las personas después de que se han ido. Es como si perdonaran todos tus pecados solamente por haber fallecido.
Ellos hablaban sobre hacer una estatua en mi honor. Eran personas que probablemente habían escuchado mi nombre por primera vez hacía algunas semanas, cuando me había proclamado la solemne reina de Etruria después de haber derrocado con traición a mi propio padre.
De cualquier forma, el trono estaba destinado a pertenecerme. En Etruria, al ser los monarcas inmortales, únicamente legan su reino cuando sus hijos contraen matrimonio. Y yo estaba casada.
–¡Tengo derecho a ver a mi hija! –clamó de pronto una omnipotente voz autoritaria.
Los vellos de mi nuca se erizaron al tiempo que mi cuerpo se volvía más frío que el hielo. ¡Por los dioses, era mi padre! ¿Qué hacía mi padre aquí?
–Está bien, voy a acompañarlo –dijo alguien más, una mujer.
Si mi corazón pudiese acelerarse, lo habría hecho. Pero ahora estaba prácticamente paralizado por esa extraña poción mágica. Me aterró el hecho de no poder reconocer la voz femenina. Si no era ninguna de mis hermanas, ¿quién podría ser?
En ese instante deseé levantarme de ese ataúd para echar a correr. Pero no podía moverme, no podía siquiera protestar. No quería a ese hombre cerca de mí.
Cuando el sonido de sus pisadas se hizo más sonoro, supe que se aproximaban. Incluso podía sentir sus presencias acechándome.
–Lady Lucy –mi padre masculló–. Has sido más inteligente de lo que pensaba.
¿De qué estaba hablando?
–Es ella. Ésa es la mujerzuela que me robó a mi marido –afirmó la segunda voz.
Supe de inmediato quién era la mujer que lo acompañaba.
Timandra.
La esposa de Sebastián.
El aire se volvió más gélido mientras escuchaba que las bisagras de la puerta del féretro chirriaban.
–Tenemos que asegurarnos de que no volverá –comentó mi padre de forma tranquila.
De repente, la punta filosa de un instrumento comenzó a penetrar mi piel, atravesándome el pecho.
En mi interior, grité.

Cuando el agonizante dolor se disipó, supe que todo había terminado. Estaba muerta. Y era libre.
Me moví dentro del féretro, esperando que mi cadáver me siguiera, mas no lo hizo. Empujé la puerta de cristal y salí de mi encierro para acurrucarme en un rincón de la cueva.
No podía ser verdad, no era posible.
Pero lo era.
Mi cuerpo estaba allá, dormido, ensangrentado. Mi padre había colocado un adorno de flores en mi pecho, de modo que nadie notara la sangre. Y, para su suerte, mi vestido era rojo.
No es cierto, esto no es cierto, repetí en mi cabeza. Son los efectos de la pócima. No puede estar pasando.
De repente, en medio del silencio, resonaron pisadas. Yo conocía esa forma de caminar, esa electricidad que manaba de su cuerpo. Sebastián entró en la cueva.
A pesar de que no sabía que yo había muerto, lucía devastado. Él no había estado de acuerdo con el gran funeral ni tampoco con que bebiera el veneno. Había dicho que era peligroso. Y no se había equivocado. Ni siquiera había venido a verme durante todo el día.
Empujó hacia arriba la puerta del ataúd y el sonido de las bisagras me hizo apretar los dientes. Me miró, respirando con dificultad. Sabía que yo podía oírlo, pero no me habló. Sabía que podía sentirlo, pero no me tocó. Empezó a apartar las flores que estaban hiriendo mi piel con las espinas. Salvo que ya no me lastimaban, nada lo hacía.
Prácticamente flotando, llegué a su lado. Noté que un escalofrío le recorrió la espalda antes de que se diera la vuelta con preocupación. Sus manos habían ido instintivamente a sus bolsillos, en donde escondía sus armas.
¿Me había sentido?
Al ver que no había nadie alrededor, sus hombros se relajaron. Sin embargo, las venas de su cuello todavía sobresalían por la tensión.
Cuando contemplé mi propio cadáver, jadeé. Estaba realmente muerta. No iba a regresar. Mi corazón no estaba latiendo. Mi piel parecía más pálida contra el vestido rojo y mi cabello más escarlata contra la seda blanca del ataúd.
Sebastián se quedó sin aliento después de retirar las flores de mi pecho. Lentamente, presionó una mano sobre mi corazón, sólo para que sus dedos se mancharan de sangre.
Enmudecido, observó su mano ensangrentada durante minutos enteros. No se movía, no parpadeaba, ni siquiera parecía respirar.
Nicodemus entró en la cueva, quitándose la chaqueta del traje.
–Todos se han ido –dijo antes de levantar la mirada hacia su amigo. Se paralizó al ver la sangre–. ¿Qué significa eso?
Sebastián cerró su puño.
–Está sangrando –murmuró, sin dejar de observar su mano cerrada.
Nicodemus examinó mi cadáver con nerviosismo.
–No, maldita sea, no –departió al percatarse de que había muerto–. La mataron –su voz se quebró–. Hermano... la mataron –se llevó las manos a la cabeza al tiempo que sus ojos se ponían húmedos–. ¡Fue su padre! Él salió de aquí con Timandra...
Sebastián, que hasta ahora no había tenido ninguna reacción, se precipitó fuera de la cueva. Nicodemus lo agarró desde la parte trasera de su traje.
–¿A dónde crees que vas?
–A matarlo –respondió. En sus ojos había rencor puro.
–No vas a ir a ninguna parte.
Luego de zafarse de la sujeción de Nico, empezó a irse. Su amigo volvió a retenerlo, agarrando sus brazos.
–¡Suéltame, cabrón!
–¡Te conozco, harás una locura!
–¡Voy a matarlo! ¡Tengo que matarlo! Tengo que matarlo –los dos forcejearon–. ¡Déjame ir!
–No lo haré –le gritó Nico–. ¡No te moverás de aquí, aunque tenga que noquearte para retenerte!
Sebastián lo empujó para escapar de sus manos. Nicodemus trastabilló antes de atraparlo una vez más. Le dobló un brazo por detrás de la espalda y le propinó un puñetazo que lo dejó sin aire, de rodillas en el suelo. Ambos permanecieron inmóviles, respirando de manera interrumpida.
–Escucha –dijo Nicodemus entre jadeos–. Tienes que calmarte. Tienes que... –una lágrima se derramó sobre cara–. No puedes decirle esto a Bella. Debes llevarte el cadáver y desaparecer. ¡Ella no puede saberlo!
Después de ponerse de pie, Sebastián salió del invernadero dando zancadas furiosas y apresuradas. Exaltado, Nico lo siguió.
Entonces me di cuenta de que estaba sola, acompañada de un cuerpo frío dentro de una caja de cristal. De alguna manera, sentía que las lágrimas calientes rodaban sobre mis mejillas. ¿Todavía podía llorar? ¿Podía sentir calor?
Atraída por alguna fuerza sobrenatural, seguí a los dos jóvenes. Nicodemus gritaba mientras que Sebastián arrojaba todo a su paso. Quebró ventanas, lámparas, pateó muebles. Y se encerró en una habitación.
–¡Hermano! –Nico golpeó la puerta con sus puños–. ¡Por favor, no cometas una locura! ¡Te lo ruego!
De forma fantasmal, atravesé la puerta del dormitorio. Ninguno de los dos se percató de mi presencia. Dentro de la estancia, Sebastián se encontraba de pie, tan quieto como una estatua. No estaba haciendo nada en absoluto.
Los minutos pasaron, pero continuaba sin reaccionar. Yo estaba a su lado, deseando tocarlo. Desde aquí, los gritos de Nicodemus se escuchaban como un murmullo lejano.
–No se lo dije –susurró de pronto Sebastián–. No le dije que la amaba. Ella tiene que... –se giró hacia la puerta–, tiene que saberlo.
–Sebastián –lo llamé. Sentía que mi garganta se estaba volviendo estrecha–. Ya lo sé. Sé que me amas.
Se volvió hacia mí con los ojos abiertos por el asombro.
¡Por Dios, me había oído!
Yo estaba llorando sin poder evitarlo.
Él me amaba, de verdad lo hacía. Y me escuchaba.
Puse una mano en su mejilla, pero no reaccionó a mi tacto. Sin embargo, yo podía sentir su piel cálida, su vida. Sus ojos parecían mirarme fijamente. O, mejor dicho, mirar a través de mí. Estos lucían distantes.
Pero ¿su mirada no siempre era distante? ¿Sus ojos no siempre veían a través de mi alma?
Fue entonces cuando me percaté de que no estaba viéndome realmente. Contemplaba a su propio reflejo en el espejo, en el cual yo no aparecía. Su sorpresa parecía provocada por no reconocerse a sí mismo.
Algo invisible pareció golpearlo, quizás una oleada de dolor. Sin previo aviso, se derrumbó sobre sus rodillas, gritando, encogiéndose en el suelo con las manos sobre su cabeza.
Me tumbé a su lado, envolviéndolo con los brazos que él no era capaz de ver o sentir. Por segunda vez, vi a Sebastián llorar. Y dolía. Demasiado. Le acaricié la espalda con suavidad mientras mi llanto inundaba el silencio.
–Por favor no sufras, por favor –le susurré al oído–. Dime que me escuchas, te lo ruego.
No respondió nada en absoluto. Sus ojos estaban cristalinos y húmedos por las lágrimas que resbalaban hacia sus mejillas. Su cuerpo temblaba.
Luego de varios minutos, se sentó, apoyando su espalda contra la pared. Del bolsillo interno de su chaqueta extrajo algo blanco. Un guante de seda. Mi guante de seda. Aquel que una tarde me había robado sigilosamente. Despacio, lo acercó a su nariz y aspiró su fragancia.
–Una vez prometí... nunca volver a llorar –murmuró para sí mismo, en voz baja. Sus mejillas brillaban por la humedad, su puño apretaba mi guante con fuerza–. No encuentro una sola razón para vivir si no estás, Luciana.
Introdujo de nuevo su mano dentro de su chaqueta. Pero esta vez sacó un arma de fuego. Un crudo vacío insondable se adueñó de mí.  Sentí que me congelaba.
Cuando apuntó la pistola hacia su sien, me abalancé sobre él, intentando quitársela. Su brazo pareció temblar debido a mi resistencia.
–¡No! –grité entre sollozos–. ¡No, no lo hagas!
Desesperadamente, empujé su mano.
–¿Qué mierda...? –preguntó con confusión.
Lloré.
–Por lo que más quieras, Sebastián. No lo hagas, te lo suplico.
El pomo de la puerta empezó a moverse bruscamente mientras, del otro lado, Nico intentaba con impaciencia forzar la cerradura, o destruirla. Era cuestión de segundos para que Sebastián presionara el gatillo del revólver. Su mano trémula parecía realmente luchar contra mi agarre.
–Tú eres lo que más que quiero –balbuceó.
El disparo resonó por todo el castillo, haciendo retumbar las paredes.

13 comentarios:

Anónimo dijo...

y todos se murieron FIN

Anónimo dijo...

noooo :C

Wilmeliz dijo...

Hola steph. No se si tengo mucho qu decir. Me ha encantado el final. Sabia que Luciana moriria, pero no me esperaba que Sebastian la amara tanto como para morir. El titulo del capitulo cae. Luciana no tenia culpa de nada y es tan injusto que su padre y timandra viva. Nicodemus siempre tan bueno, pero debio dejar que Sebastian hiciera lo que le diera la gana.
Tu sabes que siempre te apoyare. Sere tu sombra y estare pendiente a cada cosa que escribas en el blog. Sienpre te he considerado una muy buena escritora y se que haras un gran trabajo. Solo espero que nos informe sobre tu editoria y tus novelas. Aqui te dejo mi email para cualquier informacion y mi cuenta de twitter. Sabes que aqui siempre te estere leyendo.
Si alguna futura novela tuya no tiene algo que me gusta te lo dire. Siempre te dares mis opiniones y mis comentarios cortos. Espero que a finales de año hayas cumplido unas de tus tantas metas.
Mucho exito steph, siempre has sido una escritora admirable, buena gente y con un sentido del humor bueno. Siempre contestas nuestras preguntas y lees nuestras ocurrencias. Te extrañaremos, tenlo por seguro. Ya no seranlo mismo. Ya no estare pendiente por cada capitulo. Esto es tan horrible. No voy a llorar. Espero que de verdad sigas escribiendo. Se que esto es lo que mas te gusta hacer. Se que escribir novelas es algo que de verdad te apasiona y nunca, nunca dudes de lo que mejor sabes hacer.
Cuando sientas que no tienes futuro, piensa en todos nuestros comentarios. Tienes futuro. Te puedo decir que eres la mejor escritora no-profesional que he conocido. Aunque el no ya lo puedo quitar. Tienes un libro en amazon que se que han comprado. Tendras mucho exito.
Los pecados de Eustace es una novela que compraria sin dudarlo. Ese viejo es un amor y de verdad que lo adoro. Espero que pronto la tengas lista. Mucha suerte con la edicion. Tomate todo el tiempo del mundo. Al final de la historia no odie a Luciana, es vedad que no la quize pero ahora se que ha sido una de las protagonistas mas valientes de tus historias. Sebastian se ha volado la barba y me encanto. Me siento bien satisfecha con el final. Aunque ya quiero leer la version descalgable.
Email:: wbnmimi@gmail.com
Twitter:: @Wilmelizz
Cuidate muchi Steph y siempre ve por tus sueños.
Att::
Susy

Eunicess dijo...

Un final bastante bueno para una historia estupenda. Yo esperaba que sebastian no cambiara pero no podia ser egoista. Luciana merecia todo la felicidad del mundo. Mis respetos para ti Sthepnaie. No insistire a que cambies de decisision. Ya la has tomado y respeto eso. Estaremos en contacto en twiter y ask. Te bombardiare de preguntas.
Espero que persigas tu sueño que tanto anhelas. Besos y abrazos. Aunque no he comentado en los ultimos capitulos quiero que sepas que si te leia. Pero no tengo internet en mi casa y mi unico recurso era que Susy me prestara su ipod y me dejara leer desde ahi. Tengo que decir que alas rotas ha sido la novela mas estupenda que he leido. Toda esta saga me ha encantado de verdad. Sigue esceibiendo estupendamente se que lo lograras.

Lucia A. Pourtier dijo...

Hola! YA te seguí hace tiempo y creo que prometí leerme tu historia, y así lo he hecho, y me ha costado porque los exámenes ya empiezan. La verdad es que es muy interesante y pienso seguir leyéndola, sino no te habría comentado! Un beso cielo! Pásate por favor!

Terelú dijo...

¿QUÉ ES ESTO?

¿POR QUÉ? ¡¿POR QUÉ?!

PERO, ¿CÓMO?

NECESITO EL EPÍLOGO. LO NECESITO. POR FAVOR SUBELO PRONTO.
Ay no, no es posible.

Me ha encantado este libro, uno de los mejores que has echo.
No dejes de soñar, Steph. Escribes genial, sé que lograrás todo lo que te propones. Que muchos proyectos surjan. Me siento orgullosa de haberte seguido desde ''Tentación''.
Ya quiero ir a la librería y encontrar tus libros. Me los compraré todos.

¡QUE GRAN LIBRO! ¡ME ENCANTÓ!
*obvia que estoy con todo el moco salido* Ay this is not happening.


Un abrazo del oso, Steph!

Estoy segura de que te leeré pronto. ;}

Anónimo dijo...

Necesito un minuto de recuperacion.

Anónimo dijo...

Espectacular me encanto el final.

Anónimo dijo...

Una historia magnifica, con un final estupendo.
Te felicito steph

Anónimo dijo...

Te admiro mucho. Eres una gran escritora.

Anónimo dijo...

No puedo creer que los dos esten muertos.
Necesitan venganza. Esto no puede quedarse asi.

Anónimo dijo...

Un final de infarto, para una historia genial.

Anónimo dijo...

chunchas!! puchas!!!!!! conchas!!!!!
!



AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!
SE ACABOOOOOOOOOOO!!!!!!!!? YAAAAAA! TAN PRONTO!!!!!!!!!!!!!!!







MALDICION!!!!!!!!!!
:)

bueno... que final!

VISITAS

.

.