Capítulo
22: Morir de Amor
Sebastián se
incorporó, respirando con dificultad.
–¿Estás bien?
Cuando puse mi
mano sobre su hombro, la retiró.
–No me toques.
Afligida,
mantuve la distancia. ¿Por qué estaba enojado ahora? Empezó a vestirse.
–Debo salir.
–¿A dónde?
–A comprar
algo para comer.
–Iré contigo.
–No.
Cuando se
movió para atrapar las llaves, las agarré primero.
–No saldrás.
Largó un
bufido.
–Y, ¿tú vas a
impedírmelo?
–No si me
llevas contigo.
–Dame las
malditas llaves.
Extendió sus
manos, esperando que se las entregara. Las oculté tras mi espalda. De una
zancada, cerró la distancia entre nosotros para coger mi brazo. Capturó mi
muñeca.
–Abre el puño
–me ordenó.
Sacudí la
cabeza.
–¿Qué harás?
¿Usarás la fuerza bruta?
Se encogió de
hombros.
–Tal vez.
Chillé cuando
intentó abrir mis dedos uno por uno.
–¡Me lastimas!
Me soltó.
–Dame las
llaves.
–¿O qué?
–Estás
intentando provocarme, ¿no es así? –de pronto, me agarró de la cintura y atrajo
mi cuerpo hacia el suyo antes de empezar a besarme el cuello apasionadamente–.
Entrégame las llaves o vas rogarme piedad –me amenazó mientras deslizaba sus
dedos suavemente a través de mi columna vertebral. Involuntariamente, mi cabeza
cayó hacia atrás, dejando expuesta mi garganta de mejor manera–. Dame tu mano,
pitonisa.
Cerré mis
brazos alrededor de su cuello, manteniendo las llaves en mi puño.
–No voy a
dártelas –murmuré contra sus labios–. No irás a ninguna parte.
–Tú no irás a
ninguna parte con este jueguito –sentí sus manos tocando mis muslos, avanzando
en ascenso. Su boca bajó hacia mis pechos, tentándolos. Tuve que morder mi
labio para contener un gemido. Él empujó mi mentón hacia abajo con su pulgar,
deshaciendo la mordida. Mis labios permanecieron entreabiertos–. Deja que haga
eso por ti.
Le dio una
mordida a mi labio inferior antes de acariciarlo con la punta de su lengua.
–Basta, basta
–empecé a darle puñetazos en el pecho–. Comprende que lo hago por tu bien.
–¡Joder,
Luciana, si no me das las llaves, derribaré la puta puerta o te obligaré, de
cualquier forma, a entregármelas! ¡Sabes que soy perfectamente capaz!
Iracunda,
arrojé el llavero hacia el otro lado del departamento. Sebastián dio una
respiración profunda y se movió para recogerlo antes de precipitarse hacia la
puerta de salida. Cuando estaba a punto de marcharse, lo detuve, sujetando su
brazo para evitar que abriera la puerta.
–Si sales de
este departamento, no me encontrarás aquí cuando vuelvas –le advertí.
Se liberó de
mi agarre de forma brusca. Por un momento creí que iba a irse, pero él apretó
sus puños, se giró para apoyar su espalda contra la puerta y tomó una profunda
bocanada de aire antes de deslizarse hacia el suelo.
Su valentía me
hizo sentirme orgullosa. Aun así parecía disgustado y perdido. Me senté frente
a él, queriendo tocarlo, pero sin atreverme.
–¿Qué sucede?
–Nada.
Tal vez
necesitaba tiempo... o espacio. Ninguno de los dos volvió a decir nada durante
al menos treinta minutos. Yo lo contemplaba mientras que él tenía la vista fija
en el suelo. Era como si intentara esquivar mi mirada.
Estaba
muriéndome por abrazarlo, ansiando su tacto. Su belleza era insuperable e
irracional. Exótica. Nunca, en ningún lugar del universo, volvería a hallar a
un hombre cuyos ojos fueran igual que el fuego violeta atravesado por un
destello de plata. Jamás encontraría en otra parte esa mirada rebelde, oscura,
ensombrecida por aquellas cejas gruesas.
¿Y su piel de
bronce? Ésa que cualquier mujer desearía tocar para asegurarse de que era real.
Su cuerpo perfecto, capaz suscitar lujuria en la más casta de las damas. Su
cabello blancuzco, que caía sobre sus ojos y cuello, aquel en el que anhelabas
enterrar tus dedos mientras esos divinos labios te hacían el amor.
–Tengo que
darme una ducha –profirió. Cuando se levantó, lo imité. Se volvió hacia mí,
sañudo–. ¿Qué? ¿Vas a seguirme hasta el baño? Porque, si quieres ducharte
conmigo, no voy a oponerme.
Suspiré,
irritada.
–No iba a
seguirte.
Sin
responderme, se encerró en el cuarto de baño, dando un portazo. Entretanto, me
puse ropa limpia y mordisqueé algunas galletas saladas al tiempo que escuchaba
el sonido de la ducha.
Mi mente evocó
una imagen de Sebastián desnudo, empapado por el agua tibia, frotando su
paradisíaco cuerpo con el jabón que le daba ese olor tan masculino y fresco. Un
cosquilleo tenaz asaltó mi vientre bajo.
Transcurrió una
hora en la que permaneció encerrado. El agua aún se escuchaba correr. Llamé a
la puerta, pero no me contestó. Mi corazón latió con prisa cuando giré el pomo para
abrirla. Lo encontré inclinado sobre el lavabo, aspirando una línea de polvo
blanco.
El alma se me
cayó a los pies, sentí mi corazón quebrarse en pedazos, hiriéndome el pecho. Sebastián
se irguió, sorbió su nariz y atrapó mis brazos antes de que pudiese salir
corriendo.
Su rostro era
una máscara imperturbable, su mirada era distante e impenetrable. No sabía si
estaba furioso o sorprendido. Tal vez era una extraña mescolanza de ambos. Se
limitó a observarme mientras su pecho ascendía y descendía pesadamente.
Lágrimas
ardían en mis ojos.
–Me lo
prometiste –musité, devastada–. Debí saberlo –tiré de mis brazos para desasir
su agarre–. Adiós, Sebastián. Ten una linda vida.
Él permaneció
inmóvil y taciturno.
–Adiós
–respondió después de cuantiosos segundos.
Y corrí sin
rumbo fuera del departamento.
No llevé nada
conmigo, salvo el dolor, que no me dejaba pensar con claridad. No se me ocurrió
que no tendría a dónde ir, o cómo llamar a alguien. Pero no fue necesario
plantearme esas preguntas cuando, por arte del destino, Nicodemus apareció para
sostenerme en sus brazos antes de que me desplomara en medio de los pasillos.
Él había
prometido regresar. Y ahí estaba. Nunca me había defraudado.
Comencé a
llorar en su pecho.
–Llévame de
vuelta a Etruria –le supliqué–. Yo... –un sollozo ahogó mis palabras–. Lo amo.
Y me hará daño.
Un mes más tarde...
Incapaz de
continuar, me levanté del trono para regresar a mis aposentos. Me costaba
demasiado ser reina, me dolía. Mi padre me había legado un reino de miseria,
pobreza y escasez.
Cada vez que
un aldeano se presentaba a una audiencia, rogándome que le otorgara dinero para
sus hijos, llorando la muerte de sus familiares debido a los días del
alzamiento, o rogándome que le devolviera la paz a Etruria, la desdicha me
embargaba.
El "Gran
Sacrificio a los Dioses" había dejado numerosas víctimas, al igual que las
guerras constantes entre las legiones de mi padre y aquellas rebeldes, en las
que habían involucrado injustamente al pueblo. Demasiados muertos caminaban en
este reino. Demasiada culpa, demasiado peso recaía en mis hombros.
A pesar de que
Nicodemus me había prometido cuidar de mis hermanas, Clementine había muerto
luego de ser secuestrada por los soldados del rey. Eso era lo que él aseguraba.
El resto de mis hermanas, aunque estaban bien ahora, habían sufrido bastante.
En los últimos
días había entregado tanto dinero al pueblo para cubrir sus necesidades que en
el castillo nos vimos obligados a despedir a una gran cantidad de empleados. No
podía pagarles, o alimentarlos.
Nico seguía a
mi lado, ayudándome a gobernar. Cada día me juraba que estaba haciendo bien mi
labor, que era una excelente reina. Pero yo sabía que mentía. A él le gustaba
reinar y lo hacía mejor que yo. Era más inteligente y organizado.
Era mi esposo
públicamente. Amante de mi hermana en privado. Por supuesto, nosotros no
teníamos ninguna relación física. Todo lo que nos unía era un reino, un anillo
de oro y una profunda amistad.
Luego de que
mi padre fuese aprisionado en las cárceles de Populonia, Dolabella había
regresado para estar junto al padre de su hijo.
Mientras que
yo moría cada día.
¿Se podía
morir de amor? Porque a mí me parecía estar falleciendo a cada segundo. El aire
se sentía tan espeso, tan difícil de respirar. Durante las últimas semanas
apenas había logrado dormir o comer. El apetito lo había perdido por completo.
Por las noches me tumbaba en mi gigantesca cama vacía y cerraba los ojos,
deseando hallar a Sebastián Von Däniken. No obstante, todo lo que encontraba
eran pesadillas agobiantes.
Me quité la
corona antes de desplomarme sobre el sillón de mi mesa de tocador. Coloqué mis
manos temblorosas sobre mi cabeza mientras las lágrimas se apoderaban de mis
ojos. ¿Qué tenía que hacer para olvidarlo?
No era justo
que cada día y cada noche tuviese que llorar por él. No era justo que no
pudiese sacarlo de mi cabeza. Algunos días estuve tan desesperada por borrarlo
de mi memoria que había recurrido a vampiros o seres que tuviesen la habilidad
de desaparecer mis recuerdos acerca de Sebastián.
No obstante,
me daba miedo. Me daba miedo olvidarlo. ¿Por qué? Me daba miedo perder el recuerdo
de su risa, de su voz seductora, de su mirada sensual, de su cuerpo contra el
mío, de sus manos en mi piel, de esa sonrisa secreta que compartía conmigo, de
la sensación de su cabello entre mis dedos, de su boca, de sus labios, de los
besos que me daba.
A veces me
hacía sonreír el recordar todo eso. Imaginaba que estaba cerca, diciendo sus
vulgares frases de coqueteo o haciendo sus chistes satíricos. Hablándome al
oído, deslizando sus dedos sobre mi nuca, respirando contra mi cuello.
Yo estaba
consciente de que, si perdiera mil veces la memoria, o viviera otras mil vidas,
no podría olvidarlo. Necesitaba, por mi bien, sacarlo de mi cabeza, de mi
pecho, de mi garganta, de todo mi cuerpo. Prefería desterrarlo, a seguir
sufriendo.
¿Por qué no
podía odiarlo? Era más sencillo de esa forma. De hecho, yo debería haberlo
odiado. Pero no lo hacía. ¿Cómo es que continuaba amando a un hombre que nunca
sintió nada por mí? No podía seguir viviendo de esta forma. Mi alma no lo
soportaría. Cada día era más difícil para mí levantarme de la cama, continuar
andando, dejar de pensar.
Me sentía
igual que un muerto viviente. Incluso peor, me sentía igual que una
prisionera. Sentía que continuaba en las
mazmorras de Populonia, con el peso de los grilletes impidiendo que me moviera,
con el cuerpo adolorido, con un verdugo flagelando mi espalda, obligándome a
caminar.
Pero no estaba
en ese lugar. Por más que observara mis muñecas, no alcanzaba a ver los
grilletes. Entonces, ¿qué era ese peso invisible que me hacía derrumbarme? Y, si
no había nadie fustigándome, ¿qué me obligaba a seguir? ¿La inercia? ¿El deber?
¿El continuar viva a pesar de que mi corazón había dejado de latir? A pesar de
que me estaba desangrando por dentro.
Algunas veces
deseaba hacerme sangrar, lo suficiente como para asegurarme de que continuaba
con vida. Porque yo me sentía muerta, atrapada. Mi fuerza de voluntad y mi
hermana habían impedido numerosas veces que me hiciera daño a mí misma. Todo lo
que yo quería hacer era acurrucarme en un rincón y desaparecer.
¿Cómo es que
había sobrevivido antes de conocerlo? ¿Cómo es que había soportado la vida
antes de amarlo? Por más que intentaba recordar esas respuestas, no lo lograba.
Nicodemus
entró en mi habitación. Minutos antes, yo le había visto levantarse de su trono
para perseguirme. Maldije por no haberle puesto el pestillo a la puerta. Fingí
que no le escuché entrar y oculté mi rostro, descansando mi frente contra mi
antebrazo.
Oí que una
silla rodaba junto a la mía. Mi cabello había crecido hasta mi cuello con
rapidez, de modo que Nico lo colocó detrás de mi oreja con sus dedos. Su tacto
era igual de gélido que siempre. Sabía lo que estaba a punto se decir.
–Debes
regresar, tu pueblo te necesita.
Yo debía decir
ahora que no podía, que no era capaz. Y Nicodemus me reconfortaría con una
mentira. "Eres una gran reina".
Decidí cambiar
mis líneas.
–¡Vete!
–sollocé–. Estoy... cansada –mi voz trepidó hasta convertirse en un susurro–.
No puedo seguir fingiendo que no me estoy muriendo a cada segundo. ¿No lo
entiendes? Cada día es... más difícil seguir respirando.
Me atrapó en
sus brazos.
–Luciana...
–¿Qué? ¿Vas a
decirme que estoy haciendo un escándalo de niña malcriada? ¿Que me comporte
como una mujer?
–No, no –me
besó en la frente–. Yo sé cuánto te has esforzado para seguir de pie. Lo sé.
Dolabella ha llorado cada noche sobre mi regazo por ti. Cada vez estás más
delgada y demacrada. Todos los días nos preguntamos si sobrevivirás. Te lo
ruego, sé fuerte. Un poco más, sólo un poco. Resiste y te prometo que estarás
bien.
Negué lentamente
con la cabeza.
–Ya no puedo
–musité.
Ahora
comprendía a Sebastián. Comprendía lo que significaba padecer de un dolor tan
profundo que te hiciera querer morirte para evadirlo. Comprendía esa necesidad
constante que tenía de escapar de la realidad, comprendía por qué consumía
drogas y alcohol hasta caer desmayado. Comprendía su renuencia a amar, para
evitar ser lastimado.
–Déjame sola
–le pedí a Nico.
Entornó los
ojos antes de echarle un vistazo al dormitorio con detenimiento.
–Yo... no
estoy seguro de que debas estar sola. Conozco ese tono.
También lo
conocía. El tono que usaba Sebastián para ocultar un "voy a cometer una
locura y no te gustará".
–Por favor
–insistí, tratando de no sonar desesperada.
Receloso,
abandonó la estancia. Tan pronto como cerró la puerta, busqué esa botella de
vino que había ocultado en uno de mis cajones y llené una copa. Me encerré a
beber hasta que la botella se terminó y caí dormida, ebria, triste.
El dolor de
cabeza me hizo lloriquear cuando me desperté. ¿Qué era ese sonido de mierda que
repiqueteaba en mi cabeza? Ah, sí, llamaban a mi puerta.
–Adelante
–gimoteé, aturdida.
Mi doncella,
que era de las pocas empleadas que permanecían en el castillo, entró en el
dormitorio, exaltada.
–Alteza, el
Sr. Von Däniken quiere verla.
Me incorporé
de golpe.
–¿Qué está
diciendo? –me puse de pie, frotando mis adoloridas sienes. No podía creer lo
que estaba escuchando–. ¿Quién le dejó entrar? ¡Tienes que pedirle que se vaya!
–Señorita, no
puedo. Él está...
Cuando Sebastián
apareció bajo el umbral, el tiempo pareció detenerse. Me quedé petrificaba,
contemplándolo con incredulidad. Mis labios se separaron ligeramente al tiempo
que mi criada escapaba de la estancia a toda velocidad. Mi corazón dio un
vuelco cuando él cerró la puerta antes de inclinarse en una reverencia.
–Majestad.
Cerré mi boca
para tragar saliva.
–Sr. Von
Däniken.
Lucía igual
que un ángel. Llevaba pantalones vaqueros, botas de cuero y una camiseta de
franela que se le ajustaba perfectamente al pecho. Las mangas cortas me
permitían contemplar sus exquisitos brazos musculosos. Estaba precioso,
saludable. Muy distinto a mí. Sus ojos seguían teniendo ese brillo pícaro que
me había esforzado en tratar de olvidar.
Me aclaré la
garganta.
–¿A qué se
debe su visita? –le interrogué con formalidad–. Su amigo Nicodemus está...
–No puedo
vivir sin ti –prorrumpió. Solté un grito ahogado–. Luciana, estas semanas que
he pasado lejos de ti han sido las más duras de mi vida.
Retrocedí un
paso, a pesar de que él no estaba avanzando ninguno.
–Sebastián...
–Yo nunca
había sufrido tanto –continuó–. Ni siquiera cuando recibía las palizas de mi
padre, ni cuando moría de hambre en mi infancia, ni cuando estuve en prisión, ni en las
mazmorras de Populonia. Jamás había sentido un dolor semejante.
Las lágrimas
no tardaron en humedecer mis ojos.
–Tienes que
marcharte...
Dio un paso
para sostenerme en sus brazos cuando mis rodillas flaquearon. Su cercanía me
estaba mareando.
–Deseé morirme
desde el momento en el que atravesaste la puerta para salir de nuestro departamento
en New York. Lo único que me hizo sobrevivir, fue la esperanza de cambiar para
ser el hombre que tú mereces. El hombre con el que sueñas.
Inhalé una
bocanada de aire, limpiando mis ojos con la parte interna de mis muñecas.
–Tú eres y
siempre fuiste el hombre de mis sueños.
Él se demoró
en responder.
–Tú me
convenciste de que soy incapaz de amar.
Sentí que algo
pesado me aplastaba el pecho. Recordé las palabras que le había escupido
aquella noche en un arrebato de furia. "Que tú seas incapaz de amar no
significa que yo también lo sea".
–No –tomé su
rostro en mis manos–. Estaba mintiendo.
Su mirada
parecía triste.
–Te creí.
–¿Todavía lo
crees?
Intentó
esquivar mi mirada.
–No lo sé
–admitió–. Yo... quiero estar contigo, pitonisa, sin hacerte daño. Desearía no
herir a quienes amo, desearía no ser tan destructivo –hizo una pausa para
respirar–. Soy el mismo tipo problemático que dejaste atrás hace un mes.
Intenté cambiar, pero no he podido. Soy el mismo ladrón de mierda, excepto que
ahora estoy desintoxicado y, gracias a ti, tengo un montón de sueños que anhelo
hacer realidad.
Acaricié su
frente, retirando los cabellos de su cara.
–¿Qué cosas
sueñas?
–Sueño con que
me des una oportunidad para demostrarte que esta vez cumpliré todas las
promesas que te haga. Si lo haces, no te defraudaré otra vez. Sueño con ser el
hombre que de verdad te merece. Sueño con pasar el resto de mi vida junto a ti,
despertar a tu lado cada mañana, poder darte los doce niños que tanto quieres.
Seis princesas y seis príncipes. Y deseo con todas mis fuerzas que tú sientas
lo mismo. Que compartas este sueño conmigo, que me ames.
Mi cara estaba
empapada de lágrimas.
–Te amo, te
sigo amando –susurré–. Voy a amarte... –le di un corto beso– ...para siempre.
–Para siempre
–lo escuché murmurar, perdido en mis labios. Sentí que su cuerpo temblaba–.
Sabes a vino, preciosa. ¿Harás que me convierta de nuevo en un alcohólico?
Me reí.
–Te extrañé
–le confesé–. Yo... no sé vivir sin ti. ¿Lo entiendes? No podía continuar...
Creí que moriría.
–Shh –me hizo
callar con sus labios–. No digas algo así jamás. Simplemente no vuelvas a
abandonarme, porque no consigo estar lejos de ti. No puedo.
Miré sus ojos
en busca de una respuesta.
–¿Qué haremos
ahora?
Una sonrisa
levantó las comisuras de sus labios.
–Dejarás que
te desnude. Te haré el amor y nos marcharemos lejos de aquí, a cualquier parte
del mundo en la que podamos estar juntos hasta morir.
Eso sonaba
como un plan. Uno delicioso. Gemí cuando su lengua penetró en mi boca para
acariciar mi paladar, para moverse apasionadamente mientras me saboreaba.
Introduje mis dedos por debajo de su camiseta, sintiendo aquella caliente piel
de seda que cubría los más suculentos músculos que un hombre podía tener.
Mientras ese
perfume a canela aturdía mis sentidos, tiré de esta prenda hacia arriba,
intentando arrancarla o hacerla pasar por encima de su cabeza. Cualquier cosa
que sucediera primero.
Sus dedos
lucharon contra los lazos de mi vestido y los broches de mi corsé. Con lo ebria
que me había puesto esa noche, había olvidado de ponerme un camisón para
dormir. Prácticamente había caído desmayada.
Sebastián
maldijo entre dientes.
–He quitado
camisas de fuerza y cinturones de castidad más rápido de lo que puedo quitarte
este vestido. ¡He abierto cajas fuertes más rápido! Estas cosas hacen que sea
realmente difícil desnudar a una mujer.
Solté una
risita coqueta mientras le ayudaba a desnudarme. Lentamente, comencé a deshacer
los complejos broches, uno a uno.
–Tal vez hacen
que un hombre valore más el regalo que desenvuelven.
Sebastián
pareció confuso por mi comentario.
–No lo
entiendo. ¿Te llamas a ti misma premio o regalada?
Abrí la boca
ampliamente antes de largar una sonora carcajada.
–¡Sebastián!
–Hmm... –me
mordió un labio–. Mataría por oír esa risa durante el resto de la eternidad. No
tienes idea de cuánto me hizo falta escucharte –un ruido ronco salió de mi
garganta cuando sus dedos me acariciaron un seno–. Olerte –deslizó la punta de
su nariz desde mi cuello hasta mi oreja antes de mordisquear esta última. Un
escalofrío se apoderó de mi cuerpo–, sentirte...
Cuando se
deshizo de la parte de arriba de mi vestido y de mi corsé, me empujó hacia la
cama y me aplastó con su cuerpo. Sus dedos recorrieron mis costillas. Su rostro
se ensombreció.
–Detesto verte
así.
Se refería a
mi delgadez.
Puso una mano
sobre mi mejilla para acariciar mis pómulos con su dedo pulgar como si eso
pudiese borrar las sombras bajo mis ojos o el rastro permanente de mis lágrimas.
–Traté de ser
fuerte –murmuré–. Casi no lo logré.
–¿Has
intentado hacerte daño?
–No a
propósito. Sin embargo, tantas veces me pasó la idea por la cabeza... De
haberte tardado un día más, no sé lo que habría sido de mí.
–No me habría
perdonado que algo te sucediera –el dorso de su mano acarició mi mejilla
húmeda–. A partir de ahora, te daré de comer montañas de chocolate.
Enarqué una
ceja.
–¿Y qué más?
Se rió
roncamente contra mi boca al tiempo que me besaba.
–Sabes que más
–me respondió. Por debajo de mi falda deslizaba sus manos a lo largo de mis
piernas desnudas, de arriba a abajo, ascendiendo hacia mis muslos–. Yo también
podría comer chocolate –me dio una gentil mordida cerca de ombligo–, de tu
cuerpo.
–Sebastián –le
hice detenerse–. ¿Has estado con locas?
No había
pasado por alto su comentario de la camisa de fuerza. La sonrisa diabólica que
esbozó fue preciosa y atemorizante.
–¿Celosa?
–Sí –admití–.
Quiero que seas solamente mío. No quiero compartirte.
Le escuché
gruñir de satisfacción.
–Ésa es mi
chica –había sonado posesivo al hablar–. Mía. De nadie más –me arrancó la falda
de un tirón–. Sabes que también me has vuelto loco de celos, ¿verdad? Cada vez
que alguien te miraba, cada vez que alguien te tocaba... quería matarlo. Y
temía que cuando viniera a buscarte, hubieras encontrado a otro. El príncipe.
El maldito príncipe que quieres.
Gemí debido al
empuje de sus caderas contra las mías y a la sensación de su desnudo pecho
aplastando mis senos.
–No quiero
ningún príncipe. Te quiero a ti. Fuiste el primero... –introduje mis manos en
su pantalón–. Y serás el único.
Más tarde, nos
encontrábamos sudorosos, tumbados, respirando de forma entrecortada. Me recosté
en su pecho y besé su pectoral.
–Perdóname –me
suplicó en un susurro mientras me acariciaba el cabello con los dedos–.
Perdóname por todo el daño que te hice.
–Lo haré si me
juras que nunca vas a dejarme.
–No voy a
dejarte. Jamás. Tengo más miedo de que seas tú la que me abandone de nuevo. Ya
sabes que te necesito.
–Yo también te
necesito. Te amo.
Cuando le dije
que lo amaba, advertí que su corazón se aceleraba. No obstante, no obtuve una
respuesta de su parte. Esperaba escuchar que me amaba también, pero hasta ahora
no me lo había dicho. Él no iba a decirlo porque yo lo quería oír. Lo diría si
lo sentía.
Y tal vez era
muy pronto.
¿Cuándo me
había enamorado tan perdidamente de este hombre? Era adicta a su olor a canela,
a su sabor picante, a su tacto.
–Será difícil
que nos escapemos juntos –dijo de pronto–. Eres la reina de Etruria, no puedes
simplemente desaparecer.
Llevé mi mano
al hueco de mi cuello, donde reposaba un colgante que había adquirido en mi
visita al pueblo con Sebastián y Nicodemus hacía más de un mes. Era una pequeña
esfera trasparente.
Distraída,
observé con atención la diminuta bola de cristal, la cual comenzó a calentarse
en mi puño antes de tornarse de un matiz rosáceo. Repentinamente, pude ver
imágenes dentro de la esfera.
Vislumbré un
jardín con abundantes flores exóticas, oscurecido bajo la sombra de los
árboles. Y, dentro de una cueva adornada con enredaderas de hierbas, había un
ataúd de cristal en el que habitaba un cuerpo.
El mío.
Fue entonces
cuando todo cobró sentido y entendí el significado de cada una de las visiones
que había tenido anteriormente.
–Sebastián
–balbuceé–. Tengo que fingir mi muerte.
Él hizo un
mohín.
–¿Qué?
–Eso es, ¡sí!
–me senté sobre mis talones–. Si yo estuviese muerta, podría desaparecer. Y, al
cabo de un tiempo, Nicodemus podría casarse con Dolabella con la bendición del
pueblo. Ellos gobernarían juntos. Bella es una reina innata.
Sebastián
sonrió con astucia.
–Y nosotros podríamos
huir lejos para jamás regresar.
–No puedes
contarle a nadie –le pedí a Bella luego de haberle explicado mi plan–. Ni
siquiera a nuestras hermanas. Únicamente Nico, Sebastián, tú y yo sabremos que
no estaré muerta en realidad. Nadie más en Etruria debe saberlo nunca.
Mi hermana
aspiró una gran bocanada de aire antes de lanzarme una mirada estricta.
–¿Estás segura
de esto? –me cuestionó por enésima vez.
–Por supuesto.
Mi muerte garantiza mi reputación y la tuya. Sabes que si desaparezco, los
cotilleos de que he escapado con un hombre no dejarán de resonar. Asimismo
descubrirán, tarde o temprano, que Nicodemus es tu amante. Es la coartada
perfecta. Ustedes pueden visitarnos tantas veces como quieran, viviremos en
Somersault.
Ella dejó
escapar el aire que había tomado.
–La única
razón por la que aceptaré es porque deseo que seas feliz. No quiero que jamás
vuelvas a sufrir de la forma en la que lo has hecho este mes.
–Antes del
amanecer, beberé este veneno –le mostré un frasco–. Me hará parecer muerta, mas
yo podré sentir y escuchar cada cosa que suceda a mi alrededor. Cuando mi
doncella entre a mis aposentos para despertarme, encontrará un cuerpo inmóvil.
Quiero que armes un gran escándalo, que hagas un enorme funeral. Quiero que
todo el reino esté invitado, desde los más pobres esclavos hasta la alta
nobleza.
–Adornarás un
ataúd de cristal con flores –le expliqué–, me vestirás en un vestido rojo y
colocarás mi cuerpo en aquella cueva del invernadero. De modo que las personas
puedan entrar individualmente a contemplarme. Sebastián será el último en
visitarme, puesto que él robará sigilosamente mi cadáver. Para la mañana
siguiente, estaré despierta, en la Ciudad Violeta.
Era como estar
atrapada dentro de mi propio cuerpo. En la oscuridad. No podía moverme, ni
siquiera para abrir los ojos. Aun así, podía oler el aroma de las flores que
habían colocado en mi lecho y sentir algunas espinas enterrándose en mi piel. El
ambiente era silencioso, por ahora.
Las personas
se acercaban, pero no me decían mucho. A pesar de que yo realmente no tenía
amigos, el funeral estaba repleto. Algunos aldeanos se lamentaron.
"Pudiste haber sido una buena reina, eras distinta a tu padre", les
escuchaba decir. Había personas que, en voz baja, me confesaban que creían que
había muerto de soledad o desamor.
Es divertido darse
cuenta de que todo el mundo comienza a apreciar a las personas después de que
se han ido. Es como si perdonaran todos tus pecados solamente por haber
fallecido.
Ellos hablaban
sobre hacer una estatua en mi honor. Eran personas que probablemente habían
escuchado mi nombre por primera vez hacía algunas semanas, cuando me había
proclamado la solemne reina de Etruria después de haber derrocado con traición
a mi propio padre.
De cualquier
forma, el trono estaba destinado a pertenecerme. En Etruria, al ser los
monarcas inmortales, únicamente legan su reino cuando sus hijos contraen
matrimonio. Y yo estaba casada.
–¡Tengo
derecho a ver a mi hija! –clamó de pronto una omnipotente voz autoritaria.
Los vellos de
mi nuca se erizaron al tiempo que mi cuerpo se volvía más frío que el hielo.
¡Por los dioses, era mi padre! ¿Qué hacía mi padre aquí?
–Está bien,
voy a acompañarlo –dijo alguien más, una mujer.
Si mi corazón
pudiese acelerarse, lo habría hecho. Pero ahora estaba prácticamente paralizado
por esa extraña poción mágica. Me aterró el hecho de no poder reconocer la voz
femenina. Si no era ninguna de mis hermanas, ¿quién podría ser?
En ese
instante deseé levantarme de ese ataúd para echar a correr. Pero no podía
moverme, no podía siquiera protestar. No quería a ese hombre cerca de mí.
Cuando el
sonido de sus pisadas se hizo más sonoro, supe que se aproximaban. Incluso
podía sentir sus presencias acechándome.
–Lady Lucy –mi
padre masculló–. Has sido más inteligente de lo que pensaba.
¿De qué estaba
hablando?
–Es ella. Ésa
es la mujerzuela que me robó a mi marido –afirmó la segunda voz.
Supe de
inmediato quién era la mujer que lo acompañaba.
Timandra.
La esposa de
Sebastián.
El aire se
volvió más gélido mientras escuchaba que las bisagras de la puerta del féretro
chirriaban.
–Tenemos que
asegurarnos de que no volverá –comentó mi padre de forma tranquila.
De repente, la
punta filosa de un instrumento comenzó a penetrar mi piel, atravesándome el
pecho.
En mi
interior, grité.
Cuando el
agonizante dolor se disipó, supe que todo había terminado. Estaba muerta. Y era
libre.
Me moví dentro
del féretro, esperando que mi cadáver me siguiera, mas no lo hizo. Empujé la
puerta de cristal y salí de mi encierro para acurrucarme en un rincón de la
cueva.
No podía ser
verdad, no era posible.
Pero lo era.
Mi cuerpo
estaba allá, dormido, ensangrentado. Mi padre había colocado un adorno de
flores en mi pecho, de modo que nadie notara la sangre. Y, para su suerte, mi
vestido era rojo.
No es cierto, esto no es cierto, repetí en mi cabeza. Son los efectos de la pócima. No puede
estar pasando.
De repente, en
medio del silencio, resonaron pisadas. Yo conocía esa forma de caminar, esa
electricidad que manaba de su cuerpo. Sebastián entró en la cueva.
A pesar de que
no sabía que yo había muerto, lucía devastado. Él no había estado de acuerdo
con el gran funeral ni tampoco con que bebiera el veneno. Había dicho que era
peligroso. Y no se había equivocado. Ni siquiera había venido a verme durante
todo el día.
Empujó hacia
arriba la puerta del ataúd y el sonido de las bisagras me hizo apretar los
dientes. Me miró, respirando con dificultad. Sabía que yo podía oírlo, pero no
me habló. Sabía que podía sentirlo, pero no me tocó. Empezó a apartar las
flores que estaban hiriendo mi piel con las espinas. Salvo que ya no me
lastimaban, nada lo hacía.
Prácticamente
flotando, llegué a su lado. Noté que un escalofrío le recorrió la espalda antes
de que se diera la vuelta con preocupación. Sus manos habían ido
instintivamente a sus bolsillos, en donde escondía sus armas.
¿Me había
sentido?
Al ver que no
había nadie alrededor, sus hombros se relajaron. Sin embargo, las venas de su
cuello todavía sobresalían por la tensión.
Cuando contemplé
mi propio cadáver, jadeé. Estaba realmente muerta. No iba a regresar. Mi
corazón no estaba latiendo. Mi piel parecía más pálida contra el vestido rojo y
mi cabello más escarlata contra la seda blanca del ataúd.
Sebastián se
quedó sin aliento después de retirar las flores de mi pecho. Lentamente,
presionó una mano sobre mi corazón, sólo para que sus dedos se mancharan de
sangre.
Enmudecido,
observó su mano ensangrentada durante minutos enteros. No se movía, no
parpadeaba, ni siquiera parecía respirar.
Nicodemus
entró en la cueva, quitándose la chaqueta del traje.
–Todos se han
ido –dijo antes de levantar la mirada hacia su amigo. Se paralizó al ver la
sangre–. ¿Qué significa eso?
Sebastián
cerró su puño.
–Está
sangrando –murmuró, sin dejar de observar su mano cerrada.
Nicodemus
examinó mi cadáver con nerviosismo.
–No, maldita
sea, no –departió al percatarse de que había muerto–. La mataron –su voz se
quebró–. Hermano... la mataron –se llevó las manos a la cabeza al tiempo que
sus ojos se ponían húmedos–. ¡Fue su padre! Él salió de aquí con Timandra...
Sebastián, que
hasta ahora no había tenido ninguna reacción, se precipitó fuera de la cueva.
Nicodemus lo agarró desde la parte trasera de su traje.
–¿A dónde
crees que vas?
–A matarlo
–respondió. En sus ojos había rencor puro.
–No vas a ir a
ninguna parte.
Luego de
zafarse de la sujeción de Nico, empezó a irse. Su amigo volvió a retenerlo,
agarrando sus brazos.
–¡Suéltame,
cabrón!
–¡Te conozco,
harás una locura!
–¡Voy a
matarlo! ¡Tengo que matarlo! Tengo que matarlo –los dos forcejearon–. ¡Déjame
ir!
–No lo haré
–le gritó Nico–. ¡No te moverás de aquí, aunque tenga que noquearte para
retenerte!
Sebastián lo
empujó para escapar de sus manos. Nicodemus trastabilló antes de atraparlo una
vez más. Le dobló un brazo por detrás de la espalda y le propinó un puñetazo
que lo dejó sin aire, de rodillas en el suelo. Ambos permanecieron inmóviles,
respirando de manera interrumpida.
–Escucha –dijo
Nicodemus entre jadeos–. Tienes que calmarte. Tienes que... –una lágrima se
derramó sobre cara–. No puedes decirle esto a Bella. Debes llevarte el cadáver
y desaparecer. ¡Ella no puede saberlo!
Después de
ponerse de pie, Sebastián salió del invernadero dando zancadas furiosas y
apresuradas. Exaltado, Nico lo siguió.
Entonces me di
cuenta de que estaba sola, acompañada de un cuerpo frío dentro de una caja de cristal.
De alguna manera, sentía que las lágrimas calientes rodaban sobre mis mejillas.
¿Todavía podía llorar? ¿Podía sentir calor?
Atraída por
alguna fuerza sobrenatural, seguí a los dos jóvenes. Nicodemus gritaba mientras
que Sebastián arrojaba todo a su paso. Quebró ventanas, lámparas, pateó
muebles. Y se encerró en una habitación.
–¡Hermano!
–Nico golpeó la puerta con sus puños–. ¡Por favor, no cometas una locura! ¡Te
lo ruego!
De forma
fantasmal, atravesé la puerta del dormitorio. Ninguno de los dos se percató de
mi presencia. Dentro de la estancia, Sebastián se encontraba de pie, tan quieto
como una estatua. No estaba haciendo nada en absoluto.
Los minutos
pasaron, pero continuaba sin reaccionar. Yo estaba a su lado, deseando tocarlo.
Desde aquí, los gritos de Nicodemus se escuchaban como un murmullo lejano.
–No se lo dije
–susurró de pronto Sebastián–. No le dije que la amaba. Ella tiene que... –se
giró hacia la puerta–, tiene que saberlo.
–Sebastián –lo
llamé. Sentía que mi garganta se estaba volviendo estrecha–. Ya lo sé. Sé que
me amas.
Se volvió
hacia mí con los ojos abiertos por el asombro.
¡Por Dios, me
había oído!
Yo estaba
llorando sin poder evitarlo.
Él me amaba,
de verdad lo hacía. Y me escuchaba.
Puse una mano
en su mejilla, pero no reaccionó a mi tacto. Sin embargo, yo podía sentir su
piel cálida, su vida. Sus ojos parecían mirarme fijamente. O, mejor dicho,
mirar a través de mí. Estos lucían distantes.
Pero ¿su
mirada no siempre era distante? ¿Sus ojos no siempre veían a través de mi alma?
Fue entonces
cuando me percaté de que no estaba viéndome realmente. Contemplaba a su propio
reflejo en el espejo, en el cual yo no aparecía. Su sorpresa parecía provocada
por no reconocerse a sí mismo.
Algo invisible
pareció golpearlo, quizás una oleada de dolor. Sin previo aviso, se derrumbó
sobre sus rodillas, gritando, encogiéndose en el suelo con las manos sobre su
cabeza.
Me tumbé a su
lado, envolviéndolo con los brazos que él no era capaz de ver o sentir. Por segunda
vez, vi a Sebastián llorar. Y dolía. Demasiado. Le acaricié la espalda con
suavidad mientras mi llanto inundaba el silencio.
–Por favor no
sufras, por favor –le susurré al oído–. Dime que me escuchas, te lo ruego.
No respondió
nada en absoluto. Sus ojos estaban cristalinos y húmedos por las lágrimas que
resbalaban hacia sus mejillas. Su cuerpo temblaba.
Luego de
varios minutos, se sentó, apoyando su espalda contra la pared. Del bolsillo
interno de su chaqueta extrajo algo blanco. Un guante de seda. Mi guante de seda. Aquel que una tarde
me había robado sigilosamente. Despacio, lo acercó a su nariz y aspiró su
fragancia.
–Una vez
prometí... nunca volver a llorar –murmuró para sí mismo, en voz baja. Sus
mejillas brillaban por la humedad, su puño apretaba mi guante con fuerza–. No
encuentro una sola razón para vivir si no estás, Luciana.
Introdujo de
nuevo su mano dentro de su chaqueta. Pero esta vez sacó un arma de fuego. Un crudo
vacío insondable se adueñó de mí. Sentí
que me congelaba.
Cuando apuntó
la pistola hacia su sien, me abalancé sobre él, intentando quitársela. Su brazo
pareció temblar debido a mi resistencia.
–¡No! –grité
entre sollozos–. ¡No, no lo hagas!
Desesperadamente,
empujé su mano.
–¿Qué
mierda...? –preguntó con confusión.
Lloré.
–Por lo que
más quieras, Sebastián. No lo hagas, te lo suplico.
El pomo de la
puerta empezó a moverse bruscamente mientras, del otro lado, Nico intentaba con
impaciencia forzar la cerradura, o destruirla. Era cuestión de segundos para
que Sebastián presionara el gatillo del revólver. Su mano trémula parecía
realmente luchar contra mi agarre.
–Tú eres lo
que más que quiero –balbuceó.
El disparo
resonó por todo el castillo, haciendo retumbar las paredes.
13 comentarios:
y todos se murieron FIN
noooo :C
Hola steph. No se si tengo mucho qu decir. Me ha encantado el final. Sabia que Luciana moriria, pero no me esperaba que Sebastian la amara tanto como para morir. El titulo del capitulo cae. Luciana no tenia culpa de nada y es tan injusto que su padre y timandra viva. Nicodemus siempre tan bueno, pero debio dejar que Sebastian hiciera lo que le diera la gana.
Tu sabes que siempre te apoyare. Sere tu sombra y estare pendiente a cada cosa que escribas en el blog. Sienpre te he considerado una muy buena escritora y se que haras un gran trabajo. Solo espero que nos informe sobre tu editoria y tus novelas. Aqui te dejo mi email para cualquier informacion y mi cuenta de twitter. Sabes que aqui siempre te estere leyendo.
Si alguna futura novela tuya no tiene algo que me gusta te lo dire. Siempre te dares mis opiniones y mis comentarios cortos. Espero que a finales de año hayas cumplido unas de tus tantas metas.
Mucho exito steph, siempre has sido una escritora admirable, buena gente y con un sentido del humor bueno. Siempre contestas nuestras preguntas y lees nuestras ocurrencias. Te extrañaremos, tenlo por seguro. Ya no seranlo mismo. Ya no estare pendiente por cada capitulo. Esto es tan horrible. No voy a llorar. Espero que de verdad sigas escribiendo. Se que esto es lo que mas te gusta hacer. Se que escribir novelas es algo que de verdad te apasiona y nunca, nunca dudes de lo que mejor sabes hacer.
Cuando sientas que no tienes futuro, piensa en todos nuestros comentarios. Tienes futuro. Te puedo decir que eres la mejor escritora no-profesional que he conocido. Aunque el no ya lo puedo quitar. Tienes un libro en amazon que se que han comprado. Tendras mucho exito.
Los pecados de Eustace es una novela que compraria sin dudarlo. Ese viejo es un amor y de verdad que lo adoro. Espero que pronto la tengas lista. Mucha suerte con la edicion. Tomate todo el tiempo del mundo. Al final de la historia no odie a Luciana, es vedad que no la quize pero ahora se que ha sido una de las protagonistas mas valientes de tus historias. Sebastian se ha volado la barba y me encanto. Me siento bien satisfecha con el final. Aunque ya quiero leer la version descalgable.
Email:: wbnmimi@gmail.com
Twitter:: @Wilmelizz
Cuidate muchi Steph y siempre ve por tus sueños.
Att::
Susy
Un final bastante bueno para una historia estupenda. Yo esperaba que sebastian no cambiara pero no podia ser egoista. Luciana merecia todo la felicidad del mundo. Mis respetos para ti Sthepnaie. No insistire a que cambies de decisision. Ya la has tomado y respeto eso. Estaremos en contacto en twiter y ask. Te bombardiare de preguntas.
Espero que persigas tu sueño que tanto anhelas. Besos y abrazos. Aunque no he comentado en los ultimos capitulos quiero que sepas que si te leia. Pero no tengo internet en mi casa y mi unico recurso era que Susy me prestara su ipod y me dejara leer desde ahi. Tengo que decir que alas rotas ha sido la novela mas estupenda que he leido. Toda esta saga me ha encantado de verdad. Sigue esceibiendo estupendamente se que lo lograras.
Hola! YA te seguí hace tiempo y creo que prometí leerme tu historia, y así lo he hecho, y me ha costado porque los exámenes ya empiezan. La verdad es que es muy interesante y pienso seguir leyéndola, sino no te habría comentado! Un beso cielo! Pásate por favor!
¿QUÉ ES ESTO?
¿POR QUÉ? ¡¿POR QUÉ?!
PERO, ¿CÓMO?
NECESITO EL EPÍLOGO. LO NECESITO. POR FAVOR SUBELO PRONTO.
Ay no, no es posible.
Me ha encantado este libro, uno de los mejores que has echo.
No dejes de soñar, Steph. Escribes genial, sé que lograrás todo lo que te propones. Que muchos proyectos surjan. Me siento orgullosa de haberte seguido desde ''Tentación''.
Ya quiero ir a la librería y encontrar tus libros. Me los compraré todos.
¡QUE GRAN LIBRO! ¡ME ENCANTÓ!
*obvia que estoy con todo el moco salido* Ay this is not happening.
Un abrazo del oso, Steph!
Estoy segura de que te leeré pronto. ;}
Necesito un minuto de recuperacion.
Espectacular me encanto el final.
Una historia magnifica, con un final estupendo.
Te felicito steph
Te admiro mucho. Eres una gran escritora.
No puedo creer que los dos esten muertos.
Necesitan venganza. Esto no puede quedarse asi.
Un final de infarto, para una historia genial.
chunchas!! puchas!!!!!! conchas!!!!!
!
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!
SE ACABOOOOOOOOOOO!!!!!!!!? YAAAAAA! TAN PRONTO!!!!!!!!!!!!!!!
MALDICION!!!!!!!!!!
:)
bueno... que final!
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