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jueves, 12 de septiembre de 2013

Capítulo 20: Un Misterio





Capítulo 20: Un Misterio

La fulminante ira que sentía en mi interior se transformó rápidamente en un fuego doloroso. Había un nudo en mi estómago, que ascendió velozmente hacia mi pecho y se atoró en mi garganta. No llores, Luciana, me dije.
No sería tan estúpida como para demostrarle a Sebastián que estaba destrozada. Hacía horas atrás, su cuerpo estaba pegado al mío, su boca se movía contra la mía con aquella misma furia con la que besaba a esa mujer. ¿Cómo era capaz de hacer algo así?
Yo había creído que...
Había sido tonta e ingenua.
La cabeza me daba vueltas y era difícil enfocar cualquier cosa. Aunque tal vez no era solamente por la rabia. Mis puños estaban tan apretados que mis nudillos habían perdido todo rastro de color. Sin estar segura de lo que hacía, tiré del brazo de Sebastián para arrastrarlo lejos de sus amigos, rompiendo el libidinoso beso que compartía con esa chica.
–¿Qué estás haciendo? –protestó.
–Te detesto –le ultrajé–. Te odio.
Él me miró con su ceño fruncido, parpadeando numerosas veces.
–¿Qué te hice?
–¡No puedes besar a todas las mujeres que se te atraviesen! ¡No puedes!
–¿Por qué no? Tú no eres mi novia, puedo hacer lo que me plazca.
Tenía razón. Él no era mío, ni yo era suya. Podía hacer lo que quisiera, besar a quien quisiera, dormir con quien quisiera. ¡No me importaba!
–Sí, también haré lo que me plazca –le informé.
Se encogió de hombros.
–Bien, no me importa.
Me di la vuelta para caminar hacia la barra y, con ayuda de un individuo, me subí encima para danzar sensualmente, animada por una multitud de hombres que elogiaban mis pasos con ovaciones entusiastas.
–¡Baja inmediatamente de ahí! –me ordenó Sebastián desde el suelo, su voz estaba amortiguada por la música. Continué bailando sin prestarle atención–. ¡Luciana, te haré bajar!
En respuesta a sus quejas, fue abucheado. Un sujeto me acarició la pierna, deslizando su mano desde mi pantorrilla hasta mi rodilla.
–¿Qué haces, cerdo de mierda? –le gritó Sebastián al hombre antes de coger su brazo para torcérselo tras su espalda–. Si vuelves a tocarla, te arrancaré los dientes de uno en uno.
Me puse de rodillas sobre la mesa para estar más cerca de su rostro.
–Déjame en paz, Von Däniken, no eres mi novio –murmuré mientras le acariciaba el puente de la nariz con un dedo.
Iracundo, me agarró de la cintura y me subió sobre su hombro. Protesté, estaba segura de eso, pero las palabras fueron murmullos incomprensibles. Todos los hombres del lugar se quejaron en voz alta, clamando improperios. Traté de sacudirme en sus brazos, mas no lo logré.
Tan pronto como me dejó de pie en el suelo, la habitación comenzó a girar a toda velocidad. Trastabillé hacia atrás y Sebastián me agarró de la cintura, evitando que cayera. Me recosté contra su pecho, cerrando los ojos.
–Creo que voy a morir –susurré.
–Vamos a casa.
–Pero quiero bailar. ¡Quiero bailar con tu amigo!
Me sacudí en sus brazos.
–No bailarás con nadie, ¿me oyes? Tú eres mía. Mía.
Me reí mordazmente.
–¿Tuya? –repetí incrédula–. Eso significa que nadie puede tocarme, pero que tú puedes echarte a todas las mujeres que quieras, ¿verdad?
Me miró ceñudo durante largos segundos.
–Exactamente, eso es lo que significa.
Volví a reír con una socarrona carcajada.
Emprendí mi camino hacia el amigo de Sebastián, aquel grande y fuerte. Le puse una mano en la espalda para llamarlo. Cuando se volvió hacia mí, enredé mis brazos alrededor de su cuello y me moví contra su cuerpo, danzando lentamente. De inmediato, lo sentí cogerme de la cintura, correspondiendo a mi baile.
La mirada de Sebastián perforaba mi espalda, sentí el fuego de sus ojos en mi cuerpo, chamuscándome. Al girar en la pista, le eché un vistazo por el rabillo del ojo. Se había sentado cerca de la barra junto a tres mujeres coquetas mientras fumaba un cigarrillo. Aquella maldita mirada ardiente no dejaba de seguir todos mis movimientos.
El grandullón me apretó con más fuerza contra su cuerpo antes de presionar sus labios sobre mi clavícula. Salté por el repentino beso que ascendía hacia mi cuello y empujé sus hombros.
–¿Qué estás haciendo? –sus macizos músculos me estrujaron–. Suéltame.
–Vamos, preciosa –rugió en mi oído–. Has estado tratando de seducirme desde que llegaste, no me digas que no quieres que te toque.
–No, no quiero.
Cuando su mano apretó mi trasero, levanté la rodilla para patear su entrepierna. No obstante, el tipo logró esquivar mi golpe.
–No te hagas la dura, nena. Sé lo que quieres.
Traté de mover mi pierna entre las suyas para derribarlo, pero, antes de que pudiera hacer ningún movimiento, lo vi caer al suelo. Despidió palabrotas mientras Sebastián le apisonaba la garganta con el pie. Este último se inclinó sobre el primero para tirar de su cabello corto.
–¿No has escuchado que ha dicho que no?
De forma expedita, el hombre consiguió liberarse de Sebastián, poniéndose de pie.
Temblé.
Demonios, iba a aplastarlo.
La música redoblaba fuerte en mis oídos, una vena palpitaba bajo mi sien, provocándome dolor. Sebastián me puso detrás de su cuerpo y yo tiré de su chaqueta.
–Vámonos –le rogué.
–¿Es tu novia? –preguntó el grandullón, señalándome con la barbilla–. Porque parece que no sabes cómo complacerla. Ha corrido a mis brazos, amigo.
Las manos de Sebastián se hicieron puños al tiempo que su espalda se ponía rígida, tal como si hubiera una cuerda tirando de sus huesos para enderezarlos. Aquel músculo en su mandíbula pareció reventar.
–¿Y qué me dices de tu novia? –contraatacó–. A diferencia de otros, no tuve que forzarla para que se desnudara en mi jacuzzi, créeme.
La mirada del enorme hombre tomó un borde filoso de verdadero odio. Tragué saliva mientras mi sangre se volvía hielo. Podía sentir el peligro crepitando en el aire. Algo iba a suceder, algo malo.
–Sebastián, para –le imploré.
En menos de un segundo el tipo gigantesco había cogido a Sebastián por el cuello. Sin esfuerzo, lo levantó del suelo antes de empujarlo contra una mesa. Sus dedos se apretaban con fuerza en torno a su garganta.
Sin siquiera pensar, me abalancé encima de su atacante, subiendo sobre su ancha espalda. Envolviendo un brazo alrededor de su cuello, presioné su arteria carótida. Nicodemus me había enseñado ese truco.
En poco tiempo, el cuerpo del hombre se había relajado en mis brazos. Era tan pesado que no pude evitar que cayera encima de Sebastián y le aplastara con su peso. De una patada, empujé su cuerpo. Debajo, Sebastián se encontraba inconsciente.
Me derrumbé a su lado.
–¿Sebastián? –mi voz trepidaba–. Sebastián, despierta.
Me recosté en su pecho, sintiendo en etéreo ritmo de su corazón. Él vivía, todavía lo hacía. Le puse una mano en la mejilla, advirtiendo cuán indefenso parecía.
–¡Alguien ayúdeme! –grité.
Las personas en derredor se alejaron, inclusive huían del bar.
–Si ese tío está muerto...
–¡No está muerto! –me quejé.
Escuché un gruñido a mis espaldas y me volví hacia éste. Mi cara perdió todo atisbo de color cuando me percaté de que el grandullón no solamente había despertado, sino que me apuntaba con una pistola.
Cerré los ojos fuerza cuando oí el atronador sonido del arma al ser disparada. Los segundos pasaron, el bullicio del bar en mis oídos se había transformado en un suave retumbar lejano. Todo lo que escuchaba era el tamborileo de mi corazón desenfrenado en mi pecho. Más tarde, el rumor de unas sirenas.
–Luciana, abre los ojos, mírame –me susurró en el oído la voz de Sebastián. Su aliento era frío contra mi piel. Le obedecí–. ¡Corre, corre!
Se levantó, cogiéndome de la cintura. El hombre enorme estaba lamentándose en el suelo, con una herida abierta en el muslo. Supe en ese instante que Sebastián había disparado primero. El bar se iluminó entre destellos rojos y azules que traspasaban las ventanas, filtrándose desde las calles. Sebastián sujetaba mi mano, tirando de mí para que le siguiera.
–¡Pitonisa, nos atrapará la policía, corre!
Una marea de gente escapaba por las ventanas y puertas, ambos nos mezclamos entre ellos para salir del establecimiento. Las luces de colores provenían de algunos vehículos blancos, los cuales se habían aparcado alrededor del bar, cerrando el paso.
Unos hombres vestidos de azul gritaban a las personas que no perdieran la calma, que permanecieran dentro. Entretanto, Sebastián me hizo subir a su motocicleta, delante de él.
Mis nervios estaban fuera de control mientras escuchaba que otras motocicletas nos seguían, mientras oía los estruendos de las balas o sentía la velocidad alarmante en la que rodábamos sobre el asfalto.
De pronto me di cuenta de que llovía y de que había anochecido. Las gotas de agua cortaban mi piel como agujas, mi cuerpo no paraba de temblar. Hasta que finalmente sentí el silencio, la calma. La motocicleta redujo su velocidad hasta quedarse quieta.
–Luciana –murmuraba Sebastián, sosteniendo mi rostro en sus manos–. ¿Estás bien? Dime algo.
Le miré a través de mis pestañas húmedas al tiempo que mi cuerpo daba fuertes sacudidas. Él estaba ahí, frente a mí. Sin un solo rasguño. Pero en mi cabeza se reproducía constantemente el ruido de las armas de fuego al ser disparadas. En mi mente aparecía aquella visión en la que Sebastián apretaba el gatillo mientras apuntaba a su cabeza. En mi mente recordaba su sangre salpicando fuera de su cráneo.
Nunca antes había sentido un miedo tan profundo, tan angustioso.
–Pitonisa, háblame. O moriré, juro que lo haré –me dijo. Había verdadero miedo en su voz, sufrimiento.
Sin poder evitarlo, me eché a reír, al mismo tiempo que lloraba. Abracé su cintura, advirtiendo el modo en que su vivo cuerpo entraba en calor, relajándose. Los dos estábamos empapados. Levanté mi rostro, encontrándome con el par de ojos que debilitaban mi existencia.
Incluso a través de las lágrimas, Sebastián era hermoso. Su cabello estaba adherido a su cara mientras que las gélidas gotas de lluvia se deslizaban por sus mejillas o se detenían en sus largas pestañas. Sus cejas gruesas eran oscuras, haciendo un contraste extraño con el color de sus ojos. Su piel pálida comenzaba a recuperar el color bronce dorado que le caracterizaba.
En ese instante supe con certeza que lo amaba.
Fui consciente de que si lo perdía, iba a morirme. De que no podría vivir sin él ni un solo segundo. Quise confesarle mi amor, pero tenía miedo de su reacción. Tenía miedo de que no sintiese lo mismo, de que se burlara de mí.
Entonces me besó, suavemente, lentamente. Sabía a cerveza y a pasión. La sensación de su cuerpo contra el mío era magnífica, el movimiento dulce de su lengua en mi boca me hizo arquearme. Le acaricié el cuello con una mano antes de hundirla en su húmedo cabello. Tuve una desesperada necesidad de pedirle que no me dejara, que jamás me abandonara.
Poco a poco, mi hambre por él se incrementó, al igual que mi necesidad. El beso se tornaba más frenético e impetuoso a cada segundo, nuestras lenguas luchaban por el control, empujándose, saliendo y entrando de nuestras bocas.
Hice descender mis manos por encima de sus hombros, las deslicé sobre sus duros bíceps y las introduje dentro de su chaqueta de cuero, acariciando con las puntas de mis dedos sus macizos abdominales. Gemí en su boca, dominada por un vehemente fuego que surgía desde mi interior.
–Te necesito –dijo Sebastián en un jadeo–. Si algo te sucede... –un sonido gutural brotó de su garganta, interrumpiéndolo, haciéndome estremecer–. Nunca me lo perdonaría, nunca.
Salté de la motocicleta hacia el suelo, empujándolo hacia una verja metálica, aferrándome a su cuerpo. Introduje mis manos por debajo de su camiseta, arrastrando mis dedos sobre su piel desnuda, sintiendo cada uno de sus músculos bajo mis manos.
Se movió para cambiar de posición, dejándome encerrada entre su cuerpo y la verja, a la cual se enganchaban sus dedos por encima de mi cabeza. Sus caderas se juntaron a las mías, su pecho aplastaba mis senos y su rodilla se metió entre mis muslos, separándolos.
Mientras tanto, su lengua se empujaba entre mis dientes y me acariciaba el paladar. Sentí que enloquecería cuando sus manos levantaron en dobladillo de mi blusa, acariciando mi cintura desnuda. Mis manos indagaban sobre la majestuosidad de su espalda, recorriendo sus omóplatos, deslizándose por encima de la sedosa piel que cubría su musculatura de piedra.
Otro gemido se escapó de mi boca. Iba a volverme loca. Su aroma me estaba haciendo delirar, sus tacto me causaba alucinaciones, el lento movimiento de su cuerpo contra el mío me provocaba espasmos.
–¿Qué... estamos haciendo? –me interrogó Sebastián en voz baja mientras trataba de recuperar el aliento–. Tú... tú tienes –metí mi lengua en su boca y él chupó–. Tienes que alejarte de mí. Porque yo... yo no podré.
–No –lloriqueé–. Yo no quiero estar lejos de ti, no quiero.
Dejó de besarme antes de sujetar mis brazos, aprisionándome contra la verja de metal.
–No, no –masculló con los ojos cerrados. Su frente estaba unida a la mía, su respiración era interrumpida y pesada. Me pareció que hablaba más para sí mismo que para mí–. ¿Qué es lo que me haces?
Me soltó, recostándose contra la verja, junto a mí. Despacio, se sentó en el suelo, como si sus rodillas no pudieran seguir soportando su peso. Me senté a su lado, apoyando mi cabeza contra su brazo, tiritando mientras las ráfagas de agua helada me empapaban.
Sebastián sacó un cigarrillo de su bolsillo y lo encendió. Era increíble que pudiera haberlo hecho, considerando la potente brisa húmeda que abarrotaba el ambiente. Cuando comenzó a fumar, el humo que salía de su boca calentó mis mejillas. El aroma era embriagador, a hierbas y alcohol.
–Debemos hablar –murmuró antes de exhalar otra oleada de humo.
Yo estaba de acuerdo. Pero me aterraba saber el rumbo que podría tomar esa conversación. Me dolía todo el cuerpo y tenía la sensación de que no era debido a alguna causa física. Era debido a él. Lo amaba tanto que dolía.
Los siguientes minutos transcurrieron en silencio. Nadie volvió a decir una palabra mientras que el frío se metía en mis huesos, haciéndome tiritar. O mientras su delirante presencia me causaba tanto estupor que me adormecía al igual que una droga. Cuando su cigarrillo se consumió, lo arrojó en una zanja y me rodeó con su brazo para calmar los temblores que me sacudían.
–Vamos a casa –propuso.

Me quité las botas, dejándolas tiradas a mitad de la alfombra.
–Cámbiate de ropa, no quiero que te enfermes –me decía Sebastián mientras atravesaba la puerta del departamento.
Se quitó la chaqueta de cuero, la cual había adquirido más peso debido al agua. Mis sentidos se paralizaron cuando advertí que su delgada camiseta blanca se pegaba a su pecho, abdomen y hombros debido a la humedad. La tela se había tornado un poco tranparente, exponiendo la deliciosa vista de su esculpido torso.
Estiré un brazo, planeando cerrar distancias para tocarlo. O tal vez arrancarle la ropa por mi propia cuenta. Desesperanzada, dejé caer mis manos a los costados de mi cuerpo. No obstante, sabía que él había notado ese vórtice famélico que había franqueado mi mirada.
Antes de que pudiera continuar devorándolo con mis ojos, se metió en el cuarto de baño. Cuando salió, yo estaba metiendo los brazos en los agujeros de una camiseta suya, con la cual planeaba dormir. Nada más llevaba debajo mis bragas, por lo que me apresuré en vestirme, a fin de cubrir mi cuerpo rápidamente.
Él solamente vestía unos pantalones que reposaban en lo más bajo de sus caderas, permitiéndome vislumbrar la obra de arte que era su cuerpo. Cuando sentí que mi boca se secaba, tuve que humedecer mis labios con mi lengua. Nerviosa, cogí las mantas de la cama y me tumbé en la terraza, arropada bajo una gruesa colcha.
Sebastián me siguió, se sentó en el suelo, a una prudente distancia de mí, y encendió otro cigarrillo en su boca. Todavía hacía frío y todavía continuaba tan ebria que era difícil saber cuántas estrellas destellaban en realidad en el firmamento. Él miraba hacia el cielo, ensimismado, como si estuviera perdido en alguna otra galaxia. Algo extraño nublaba su mirada. Ladeó la cabeza ligeramente antes de esbozar una sonrisa.
–Creo que ya lo veo –dijo–. ¡He visto al conejo!
Observé la luna sobre mi cabeza y sonreí.
–Es porque estás ebrio.
–No, de verdad... –se detuvo–. No estoy tan ebrio.
Mi sonrisa se borró.
–Me prometiste que estarías sobrio.
Sopló una nube de humo.
–Oye, no es justo, tú también estás ebria.
Me reí. ¿De qué reía?
–No es verdad –mentí.
Sebastián apagó su cigarrillo contra el suelo antes de tumbarse a mi lado, abriéndose espacio bajo la colcha. Su desnudo brazo casi tocaba el mío.
–¿No es verdad? –se burló, alzando una mano frente a mi rostro–. ¿Cuántos dedos ves?
Parpadeé varias veces y entorné mis ojos.
–¿Cinco?
El ruido de su risa retumbó en mis oídos. Era un sonido celestial, capaz de excitarme tanto como su tacto, capaz de embriagarme más que el alcohol.
–Borracha –me acusó entre risitas. Me giré hacia él, reposando mi barbilla en su pecho, e intenté tocar su nariz con un dedo, pero terminé pinchando su ojo–. ¡Ouch! –me agarró la mano y me dio un juguetón mordisco en la punta de mi dedo–. Me debes un beso, ¿recuerdas?
Mientras sentía su piel desnuda bajo la mía, todo lo que quería era besarlo. Sus labios eran perfectos, suaves, llenos, deseables. Seguían enrojecidos e hinchados, marcados con los leves rasguños que mis dientes le habían hecho.
–Ya te he besado –le recordé.
–No lo has hecho –sonrió. Y yo pensé en cuánto me gustaría ver esa sonrisa por siempre–. Yo te he besado. Eso no cuenta. Quiero que me beses... como la primera vez, cuando te hacías pasar por el escudero de Nico.
Me eché a reír a carcajadas.
–¿En qué pensaste? ¿Qué es lo que creíste al ver que un hombre te besaba? Quiero decir, tú no me golpeaste o algo...
Su cara se ruborizó.
–Pensé que estaba volviéndome gay. ¡Fue un alivio saber que eras tú!
Los dos compartimos una risa auténtica mientras su aliento cálido se mezclaba con el mío.
–Tienes que saber que no voy a besarte. ¡Tú hiciste trampas! Me debes, por el contrario, mis respuestas.
–¿Cuáles respuestas? –cuestionó, sosteniendo una sonrisa–. Soy yo el que se muere por saber qué piensas a cada segundo, el que se pregunta por qué sonríes y cuándo volverás a hacerlo, el que se pregunta por qué tienes una mirada tan sensual o por qué, cuando te hicieron, pusieron las trece pecas más sexys del mundo sobre tus bonitos hombros. Tú eres un misterio, mujer.
Mis labios se separaron de asombro.
¿De verdad se preguntaba todas esas cosas?
–¿Has contado mis pecas?
–Oh, sí –resbaló un dedo por encima de mi clavícula, deslizándolo hacia mis hombros y moviéndolo hacia mi espalda por encima de la tela de la camiseta–. También hay dos pecas cerca de tu ombligo y otra un poco más abajo, donde comienza tu vientre. Las he besado todas, ¿sabes?
Un intenso rubor me cubrió la cara, recorrió mi cuello y se extendió hacia abajo, calentando todas las partes de mi cuerpo. Mi corazón se aceleró. Cada vez que Sebastián sonreía, o hablaba, o me miraba, yo me enamoraba aún más, si es que era posible. Lograba olvidarme de toda la oscuridad que había dentro de él, de los besos que compartía con otras mujeres, de su temperamento volátil, de sus palabras hirientes, de su gusto por las drogas, de su interés por robar, de sus comportamientos violentos, de las cicatrices a las que se aferraba, de...
Todo lo que veía era un hombre sencillo, que doblaba mi corazón y lo exprimía hasta beber de la última gota de mi amor. Ése que disfrutaba de mi tacto, que sabía todas mis debilidades, que conocía mi fascinación por el chocolate, que había contado todas mis pecas, que había besado todo mi cuerpo, que me defendía de sus amigos pervertidos, que me había mostrado la magia, que decía adorar mis cicatrices. Que me hacía reír. Simplemente era un ángel que esperaba para que alguien restaurara sus alas rotas.
Inevitablemente, me acerqué a sus labios. Me sentía tentada a acariciarlos, a lamerlos con suavidad. Con la punta de mi nariz, acaricié el puente de la suya. Él era tan fuerte... soportaba el peso de un pasado repleto de heridas. Las pruebas estaban en su cuerpo, marcándolo.
Cuando sus labios se separaron, soltando un dulce aliento a licor, lo besé. Mi lengua trazó el contorno de su labio inferior, degustándose con ese suculento sabor. Un temblor endureció mis pechos y se alojó entre mis piernas. Tuve que gemir, fuerte.
Me pregunté si aquello que le hacía a mi cuerpo era magia, o sencillamente esas trampas que decía practicar. Sentí su sonrisa bajo mis labios mientras nos besábamos.
–¿Cuándo me enseñarás a hacer trampas? –interpelé entre respiraciones cortas.
Su sonrisa se transformó en una cadenciosa risa sensual y sus manos atraparon mi rostro, retirando los cabellos que me cubrían los ojos.
–Un día, pitonisa, harás muy feliz a algún afortunado bastardo.
Por alguna razón, aquella frase me hirió. Traté de olvidar el dolor en mi pecho y volví a recostarme en el suelo, con mi cabeza sobre sus bíceps.
–Yo... –no estaba segura de qué decir–. Siempre he soñado con tener un verdadero esposo que me dé muchos niños. No sería una mujer completa sin hijos. Quiero doce, al igual que mis padres.
Sebastián levantó una ceja pícara.
–¡Joder, ¿doce?! –se rió–. Sí, él será un maldito suertudo por tenerte. Es decir, ¡sexo todos los días!
Mi estómago dolió por tanto reír.
–¡Tendré seis príncipes y seis princesas!
Su risa se apagó paulatinamente.
–Yo no tendré hijos –expresó con severidad luego de un momento de silencio.
–¿Por qué?
Transcurrió un lento minuto sin que me respondiera.
–¿Qué dirán de mí? "Mi padre es un puto ladrón que se la pasa todo el día borracho". Yo... no quiero convertirme en mi padre.
Mi corazón se encogió por su confesión.
–¿Él te hacía daño?
Sus ojos se cerraron con fuerza. Asintió.
–A mí, a mi hermano mayor y a mi madre. ¿Sabes? Probablemente creas que tu padre es cruel, pero al menos él te dio la oportunidad de crecer entre tus hermanas, entre sueños y juegos. Yo jamás fui un niño, nunca soñé con el futuro, nunca soñé nada en absoluto. Crecí entre botellas de cervezas, colillas de cigarro y humo de marihuana. Y, todo lo que hacía cada día de mi vida, era sobrevivir.
Aquello me atravesó como una espada, perforándome.
–¿Tu madre permitía que te lastimara?
Suspiró.
–Ella era igual a él. Era adicta a la heroína y alcohólica. Y también me golpeaba, con cualquier cosa que hallara. Algunas veces, cuando yo lloraba de hambre o de dolor, se salía de control. Entonces me ataba y me encerraba en un diminuto baúl en el que apenas podía respirar. Solía pasar días ahí dentro, sin ver siquiera un atisbo de luz, hasta que convulsionaba por desnutrición o deshidratación –hizo una pausa–. Tantas veces estuve a punto de morir... me acostumbré a la oscuridad, me acostumbré al dolor. Cuando mi madre tenía cortos períodos de lucidez, recordaba que me había encerrado y venía a buscarme. Otras veces fui rescatado por mi hermano.
Luego de algunos segundos silenciosos, continuó.
–Podrá parecerte muy loco lo que te voy a decir, pero yo les quería a ambos, a mi hermano y a mi madre. Las pocas veces que ella estaba sobria, me trataba con menos rudeza –sus ojos miraban a la distancia–. Un día la escuché llorar mientras me llamaba por mi nombre. Yo estaba escondido bajo su cama, que era donde siempre dormía, en caso de que papá llegara ebrio para darme una paliza. Yo tenía cuatro años y mi pierna estaba fracturada, ennegrecida por los puñetazos que había recibido más temprano. Como sabía que mi padre se había marchado, me arrastré en silencio hacia la luz, donde mamá sollozaba, encogida en un rincón. Su ojo derecho había quedado ciego de forma permanente después de tantos golpes, pero incluso así derramaba lágrimas.
–No quise abrazarla, por miedo a que me pegara –relató–. Sin embargo, cuando ella me vio, me estrechó contra su pecho al tiempo que me rogaba que le perdonara. Ese día me prometió por primera vez que no volvería a hacerme daño y que no permitía que mi padre me lastimara tampoco. Recuerdo que mi única respuesta fue decirle que tenía hambre. Ella se rió y pidió una pizza para los dos. Y yo me sentí feliz. Tan feliz como puede ser un niño que apenas puede caminar por la debilidad.
–Por supuesto, mi madre no cumplió su promesa –admitió–. Y volvió a hacérmela muchas veces, cada vez que estaba un poco sobria y arrepentida. Ése era todo el amor que podía recibir de su parte, es por eso que lo aceptaba. Con mi hermano era distinto, lo quería mucho más. Un día, cuando robé un poco de pan a los vecinos, él se culpó para que mis padres no me apalearan. En cambio recibió una paliza por mi imprudencia.  Solía ser un buen chico, mi ídolo.
–¿Qué le sucedió? –inquirí, aunque no estaba segura de querer seguir escuchando.
–Él era dos años más grande. Cuando cumplió diez, me enseñó el poderoso efecto de las drogas y el alcohol. Yo tan sólo tenía ocho cuando descubrí que si inhalabas cocaína, o te inyectabas heroína, o te embriagabas; desaparecían los problemas, el dolor, el hambre, el sufrimiento, el mundo. A los nueve años tuve mi primera sobredosis. Fumaba cualquier cantidad de mierda y consumía cada pastilla que encontraba. La sobredosis no fue una alerta para mí, sino una esperanza. Soñaba con poder morirme. A lo largo de mi adolescencia, estuve preso más veces de las que puedo contar. Y apenas sobreviví –se detuvo para tomar una bocanada de aire–. En fin, las drogas también hicieron de mi hermano una persona violenta, o el odio, no estoy seguro. El único que siempre pensé que no me lastimaría, me hizo daño de igual forma.
–Un año antes de mi muerte –prosiguió–, empecé a andar con Nicodemus. Él parecía un tipo agradable y santurrón. Y me pareció divertido corromperlo. Siempre intentaba hacer que bebiera de más o fumara un poco de hierba. Hasta que empecé a quererlo. No puedes arrastrar a este mundo a alguien a quien quieres. Esto es la perdición. Claro, jamás imaginé que Nico había venido a buscarme porque yo era un elegido de los dioses que se transformaría en Visitante Noctámbulo. Si él me lo hubiera contado, habría creído que estaba consumiendo alguna especie de hongo alucinógeno.
–Una noche –aspiró una bocanada de aire–, cuando llegué a casa, me encontré con que mi hermano y mi madre discutían. Algo normal. Él le gritaba que era una puta y ese tipo de cosas. Estaba muy drogado. De pronto intentó golpearla, así que tuve que interferir. Rompí una botella en su cabeza, pero un trozo de vidrio le cortó el cuello... –Sebastián se puso las manos sobre los ojos mientras que su respiración se volvía interrumpida–. No fue mi intención matarlo. Juro que no –su desesperada mirada buscó la mía–. Me crees, ¿verdad? ¿Me crees?
Cabeceé.
–Te creo, Sebastián. Creo en todo lo que dices.
–Mi madre me echó de casa, gritándome que era un desgraciado, que maldecía el día en el que había nacido. Pasé la noche en la calle, drogándome hasta desmayarme –exhaló aire lentamente–. A la mañana siguiente, cuando regresé a casa, encontré a mi madre ahorcada en el baño. En ese instante supe que no podría resistir más.
–Recuerdo haber corrido hacia el sótano y haber caído de rodillas en el suelo –me contó–. Allí abajo todo era oscuro y frío, igual que el infierno. Recuerdo que le eché numerosas miradas a ese baúl en el que solía encerrarme mi madre. Ya era demasiado grande para entrar ahí, sin embargo, ése era el sitio en el cual escondía mi pistola. Sabía lo que debía hacer, mas mi cuerpo no se movía por el entumecimiento. Hasta que apareció Nico para colocar el arma en mi mano. Fui capaz de levantarla hasta mi sien cuando escuché sus susurros persuasivos. Me dijo que lo único que me salvaría del dolor, era la muerte. Me prometió que jamás tendría otra pesadilla.
En ese momento me senté, colocando las manos sobre mi cabeza. No resistí otro segundo, me puse a llorar en silencio. Sebastián se incorporó, empujándome hacia sus brazos.
–No puedo seguir escuchando –lloré–. No puedo creer que te hicieran tanto daño... No puedo. Yo quería haber estado ahí para defenderte, quería...
Sentí su cálida mejilla contra la mía.
–Ya pasó, Luciana. Estoy bien. A los siete años, aprendí a jamás volver a llorar. Soy más fuerte.
Él no entendía que en realidad era el mismo niño asustado que estaba roto por dentro y por fuera. Todo en lo que se había convertido, era consecuencia de su pasado.
–Entonces, ¿por qué... por qué cuando te toco te estremeces? Tú sigues herido, sigues quebrado.
–Es... –vaciló–. Pitonisa, nadie nunca me había tocado con tanta suavidad. Cuando tú lo haces, me desconcierta. Me desconcierta lo que siento, me confunde que seas tan delicada conmigo. Todas las personas que alguna vez me tocaron, me hicieron daño. Te lo dije, tengo cicatrices que, aunque sanen, siguen doliendo como si estuvieran sangrando.
Le puse una mano en el cuello, acariciándolo con mis pulgares. Esa extraña tensión estaba ahí, en sus músculos rígidos, en su vena hinchada.
–Ojalá me dejaras sanarte –le susurré–. Ojalá pudiera curar todas tus heridas.
–Tú lo haces –su voz sonaba más rígida, más severa–. Me haces sentir mejor. Yo te necesito –levantó mi rostro para besar mi boca con urgencia–. Te necesito ahora.
Me tumbó bajo su peso al mismo tiempo que deslizaba sus dedos sobre una de mis piernas, ascendiendo con urgencia, levantando el dobladillo del camisón que me cubría los muslos.

31 comentarios:

Anónimo dijo...

No puede haber una novela mejor que esta. Me divido entre leer "Grandes Esperanzas" de Dickens & tu novela. Es lo único que leo actualmente... O sea, yo escribo, pero no soy tan buena como tú. Eres INCREIBLE escribiendo.
Amo la historia, los personajes, todo... De hecho ya tengo tus libros en mi biblioteca personal (en mi compu^^!)
POr favor, SIGUEEEEE escribiendo esta novela & otras más. Es perfect! :3
AHHHH AMOOOOOOOOOOOOOOO a Sebastián!!!!!!! :3 Quiero un Sebastián para navidad :3
XOXO

Lena J. Underworld dijo...

Te he nominado a un premio en mi blog, pasate cuando puedas.
Lena
http://compasesrotosips.blogspot.com.es/

Terelú dijo...

Pienso que lo peor de todo, es que esto sí pasa. Hoy, encontramos muchos casos como esos. Y es completamente horrible, pocos son lo agradecidos de tener un familia sólida, o de tener una mamá amorosa, o un hermano que te apoye.
Te puedo confesar que esta novela me ha encantado mucho. Zukunft también fue como una catarsis para mi, y me gusta que esta novela también lo sea.

¿Quién no quisiera sanar a Sebastián? Verdaderamente ya quiero que esten juntos. Que se digan todo lo que significan para el otro. Si ellos no se quedan juntos, estaré en la obligación de decirle Jerry que te secuestre otra vez y que haya castigos más duros.

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Ya quiero leer más, para mi es una tortura esperar a que llegar a los 30 comen. como que pierdo la ilación.
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Un beso y un abrazo.

Terelú.

brenda(: dijo...

primero qe nada: dos capitulos solamente!!!?????se me ha ido tan rapida esta novela...aun recuerdo cuando apenas llego sebastian al castillo:')
yy ok ok creo qe tendre qe admitir qe tal vez y solo tal vez sebastian se este ganando mi corazoncito qe pertenecia a nico
sufrio tanto de peqeño!:C pobrecito creo qe ahora lo comprendo mas
ademas ya ve el conejo en la luna!!!casi lloro de alegria al leer eso(si soy una exagerada y qe?) ya se dio cuenta de qe esta enamorado de luciana!
yyy qe clase de amigos son esos sebastian!? creo qe despues de eso definitivamente debera consegir nuevos amigos:/

la verdad qe ame el capitulo y no puedo esperar para el sigiente aunqe no qiero qe la nove se acabe!:C
cuando se van a confesar su amor??? ya qiero leer el capitulo y lo digo enserio aveces es feo tener qe esperar una semana o mas:'(
pregunta...planeas publicar otra nove aqi en el blog?
de verdad qe me encantaria qe lo hicieras! eres un gran escritora y lo digo enserio he llegado a leer libros publicados por editorial y todo eso y no son ni la mitad de buenos de tus novelas!

p.d. ya estoy viendo la forma para poder comprar tu libro en amazon:D
p.d.2 mis comentarios son muy largos?lo soento a veces hablo(en este caso escribo) mucho:S

-brenda

Anónimo dijo...

me ha encantado el cap

Anónimo dijo...

me gusta como pones una cancion al principio del cap ke siempre va con el cap

Sherl dijo...

diablos te juro que se me a echo muy corto :/ no el capitulo si no la novela completa talvez sea el echo de que me aiga aventado 17 capitulos de un jalon /: pero bueno
chica! no quiero que acabe!!!!

¡¡¡OYE!!! es genial que reescribas tu yo y el-.
por que es una novela hrmosa!!
asi que avisa cuando la trmines

Anónimo dijo...

tu novela *.*
amo a sebastian

Anónimo dijo...

sigla me gusta mucho tu nvela y cada capitulo es mejor

Anónimo dijo...

dos capitulos ? solo dos? ke leere despues de esta magnifica novela? me encanta tu novela
no kiero ke se termine

Anónimo dijo...

sigela me gusto mucho el capitulo
porque sebastian tiene que ser taaan sexy? lo amo:3

Anónimo dijo...

muy beuno el capitulo!

Mora dijo...

¿Jerry te deja libre y tu estas feliz??? ¡No puede ser posible! O_O
Pero.. deberías contarnos como fueron esos castigos, Grrr.

Yo leí "Tu Yo y El" y me gusto, se que con tus modificaciones quedara mejor, es una historia bastante interesante.

Este al igual que los capitulos anteriores es muy bueno... ¡LETRAS ROJAS! Las extrañaba taaantoo.

Saludos..

Anónimo dijo...

El capitulo me encanto sigue asi.
Aunque no quiero que se acabe quiero leer el final.
No comente antes porque quiero seguir atrasando los capitulos finales.

Anónimo dijo...

El capitulo me encanto sigue asi.
Aunque no quiero que se acabe quiero leer el final.
No comente antes porque quiero seguir atrasando los capitulos finales.

Anónimo dijo...

Genial
Sebastian es tan aksaksaksaks Pero lo amo.
aunque al que tiene mi Corazon es Nico, a pesar de ser un complete tonto.

Anónimo dijo...

Escribes fantastico Steph. Eres genial.
Cada novela tuya es fantastica. Estoy loca por que digas que zukunft esta a la venta.

Anónimo dijo...

Steph no puedo creer que pronto se acabe la historia.
Me encanto el capitulo. Esta novela es genial.
Al principio no me gustaba por que Luciana me caia super mal. Era tan tonta que no la soportaba. Pero me encanta ahora.

Anónimo dijo...

me gusto demasiado el capitulo
tienes mucho talento para la escritura:D

Anónimo dijo...

no puedo esperar a kue ya sean los 30 comentarios

letras rojas;p

Anónimo dijo...

como siempre muy buen capitulo steph siempre haces un capitulo lo mas interesante posible

Anónimo dijo...

hola hola step! muy buen capitulo como siempre nunca decepcionas

Anónimo dijo...

grrr no quiero saber que es lo que les estara haciendo jerry a damien y joseph(66)
haha sige asi estuvo estupendo el cap

danny dijo...

me ha encantado como poco a poco sebastian ha abierto su corazon para luciana y ahora ya se conocen mas
muy buena tu nove

Anónimo dijo...

Excelente capitulo. Me encanto

Anónimo dijo...

Steph siempre haciendo maravillas con las letras
Ame el capitulo.
Nicodemus siempre sera mi favorito y exijo una historia corta de el y dollabela. Por lo menos un capitulo en el que pongas su primer encuentro y como se sintieron y despues cada encuentro a escondidas de las otras. Seria genial.
Luciana comienza a caerme bien.
La unica protagonista que no me cayo bien y ni me caera es Larissa. Jerom era demasiado para ella y se merecia algo mejor.

Anónimo dijo...

Steph sube
Me muero
Estoy muerta
x . x

Anónimo dijo...

Ya quiero leee mas

Anónimo dijo...

El capitulo estuvo muy bueno
Es increible como pronto se acabara todo esto

Anónimo dijo...

Steph sube

Wilmeliz dijo...

Hola steph.
El capitulo estuvo genial.
Me encanto
Extraño a Nicodemus, lo quiero de vuelta.
Sebastian es tan aksakskaks que me dan ganas de ahorcarlo.
Pero bueno esta genial todo.

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